sábado, 20 de abril de 2013

AQUÍ YACEN DRAGONES, FERNANDO LEÓN DE ARANOA.


ABDEL, EL DE LOS BARCOS
Le llaman el de los barcos, aunque vive en el desierto.
Sentado a la puerta de su jaima, con un té en la mano, Abdel cuenta su historia a todo el que quiera escucharla.
Siendo muy joven, sus padres le enviaron al extranjero a hacer sus estudios universitarios. Cuando regresó, Abdel era ingeniero naval, pero su país había perdido el mar. Se lo quedó Marruecos, aprovechando la salida de España de su colonia, que confinó al pueblo saharaui al interior del desierto.
Desde entonces todos le llaman Abdel el de los barcos, porque sabe cómo hacerlos, pero vive en el desierto.
Sentado a la puerta de su jaima, con un té en la mano, Abdel entorna a veces sus ojos y en el horizonte infinito de arena, entre las dunas, ve alejarse la silueta de los barcos que nunca hizo, sus bodegas llenas de los sueños no cumplidos de su pueblo.

                                                                                              Fotografía: Rui Pires.

El Presidente quiso tener a su pueblo cerca, por eso mandó a sus tropas a reclutarlo
De las clases más bajas le trajeron a un varón, a un loco, a un pocero, a un anciano y a un niño. Colectaron también a un sano y a un ciego, a un rico y a un pobre, a un cojo y a un justo. Y a una santa y  una puta; y a un valiente y a un miedoso, que al poco murió de miedo. Pensó entonces el Presidente que su muestra estaría incompleta sin el alma indescifrable de los artistas. No bien lo pensó prendieron a un pintor, a una musa, a un poeta. Y a uno bajo y a otro alto, y a un triste y a un despreocupado; a uno que lloraba, a otro que una vez dudó, a una mujer fea y a otra bella, a un inquieto, a un tranquilo, a un atleta.
A todos los encerraron en el Palacio de Gobierno, donde el Presidente, cerca al fin de sus súbditos, estudiaría sus reacciones, les hablaría, quizá les comprendería y, al comprenderles, podría gobernar mejor.
En definitiva, les amaría. Y amándoles a ellos, calculaba, amaría a su pueblo entero.
Pero los malditos no lo entendieron. Trataron de escapar. Protestaron, lloraron, se revolvieron; enarbolaron palos y revoluciones, organizaron sangrientas revueltas, anunciaron huelgas de hambre y tejieron disturbios, que fueron reprimidos con la violencia diáfana del despecho.
Entristecido, el Presidente terminó por matarlos a todos, sin comprender que, ahora sí, al matarlos mataba a su pueblo entero.


                                                                              Fotografía: Rafael Navarro.

Juntos fundamos un país al norte, al que llamamos Nuestro. En él fuimos los reyes y los súbditos, abolimos la noche y el miedo, decretamos la risa y el juego. Declaramos prohibidos los lunes y las estatuas ecuestres, derogamos los paraguas, se rindió culto al postre. Pusimos a nuestro nombre las nubes, las tormentas de verano y el roce perfecto de las sábanas limpias.
Nadie podía madrugar en Nuestro. La población permanecía en la cama hasta bien entrado el día.
Entonces llegaron los otros. Aparecieron de noche, sin aviso ni delicadeza. Se quedaron con nuestro país, y lo llamaron Suyo.
Soy, desde entonces, un pueblo errante.

                                                                                                    Fotografía: Masao Yamamoto.

Le gustaban las cosas pequeñas. Le enseñaban el bosque, pero ella se detenía en la brizna de hierba pequeña, a sus pies. Del mar, formidable, le interesó más que nada el abanico de espuma blanca que dejaba la marea en retirada entre sus piernas. De la montaña, la senda como cordel en zigzag que le llevó hasta ella.
Ante los elefantes, en el zoológico, no pudo apartar la mirada de la hormiga que trepaba desafiante por la pernera de su pantalón rosa. De la bicicleta roja y reluciente que le regalaron le gustó el timbre, que hizo sonar sin descanso.
Le mostraron un atardecer hermoso, recortable portentoso de nubes doradas: le fascinó el reflejo en sus zapatos.
Del amor de su madre supo ver los motivos.
Y en los ojos de él, lo que una vez vio en ella.



         Lo que hacía de ella una mujer atractiva era que tenía una risa a pruebas de balas, un beso en la punta de la lengua y los bolsillos llenos de caricias, que repartía entre nosotros a dos manos.
Lo que hacía de ella una mujer atractiva era la marea creciente de su conversación y la arrogante disposición de sus huesos, siempre en pugna con su piel.
Lo que hacía de ella una mujer atractiva era su bendito peligro sin advertencias: epicentro y réplica de mi terremoto, curva de montaña sin señalizar. Su corazón era un paso a nivel sin barreras.
Lo que hacía de ella una mujer atractiva era que tenía una locomotora a punto de descarrilar en los ojos y un mar sereno en las manos. Que bailaba al caminar y, al soñar, dormía.
Pero lo más importante, lo que por encima de cualquier otra cosa hacía de ella una mujer atractiva, era que guardaba un extraordinario parecido consigo misma.

 
                          Fotografía: Cristina García Rodero.


Los que caminan despacio no vienen ni van, no huyen ni persiguen. Su huella es más profunda, y son fáciles de hallar, de dar alcance. Los que caminan despacio compiten sólo con el tiempo, y hacen la digestión lenta del camino con los pies, del paisaje con los ojos.
Como los viejos, que no es que no sepan a dónde van: es que no quieren llegar.

                                                      Fotografía: Masao Yamamoto.     

  Los que caminan despacio no vienen ni van, no huyen ni persiguen. Su huella es más profunda, y son fáciles de hallar, de dar alcance. Los que caminan despacio compiten sólo con el tiempo, y hacen la digestión lenta del camino con los pies, del paisaje con los ojos.
Como los viejos, que no es que no sepan a dónde van: es que no quieren llegar.

                                                           Fotografía: Claudia Guadarrama.

Se decía en los cafés, en las plazas, en los mercados: las palabras están muriendo.
Murió Eucalipto, murió Colectivo, murió Paraguas, tan querida por todos. Murió Curioso y murió Rebelión. Murió Ditirambo, pero a pocos les importó, porque pocos la conocían. Agonía tuvo una muerte coherente, larga y dolorosa. Al entierro de Pan acudieron millones en masa.
Caían por docenas, contagiadas.
Alarmadas, las autoridades racionaron las palabras. Cada ciudadano podrá utiliza treinta al mes. Se persiguieron las perífrasis y los circunloquios, se declararon proscritos los rodeos: el lenguaje se volvió exacto, los oradores, cirujanos. Los locuaces fueron encarcelados y puestos a disposición de los jueces en vistas que nunca más volvieron a ser orales. Incomunicaron a los charlatanes y los mudos se erigieron al fin en modelos sociales, pero lo celebraron en silencio.
Se pusieron de moda las medias palabras. Los enamorados aprendieron a decírselo todo con la mirada, los amantes, con las manos.
Lingüistas, académicos y semiólogos trataron de explicar el origen de la epidemia, pero no encontraron las palabras. Las autoridades pusieron protección a algunas de ellas en virtud de su relevancia: Democracia, Quiniela y Sistema Financiero serían escoltadas en todo momento desde sus domicilios hasta las frases donde a diario se ocupan.
Y el lenguaje se llenó de ausencias. Los diccionarios se convirtieron en cementerios: morgues de papel alfabéticamente ordenadas, necrológicas encuadernadas de la A a la Z.
En secreto, los enamorados guardaron diez, doce palabras, para decírselas en el momento exacto.
También los poetas hicieron provisión. En un sótano húmedo, sin ventanas, amontonaron trescientas palabras. Se sabe que entre ellas estaba Mañana, estaba Mantel, estaba Esperanza. Y se sabe también que, apostados sobre ellas con sus rifles, se aprestaron a defenderlas con la vida.

          En la foto, Fernando León de Aranoa, retratado por Oscar Fernández Orengo.



Sorprende cómo algunas cosas, en apariencia simples, pueden adquirir tantos matices.
El silencio, por ejemplo.
…El silencio del hablador vale doble, y el silencio de los mudos es muy distinto al silencio de los tímidos: el primero es un silencio impuesto, pero en el segundo hay siempre una flor a punto de brotar.
…Hay silencios acusadores, silencios unánimes y silencios cómplices. Hay silencios terribles, como el que sucede en la noche a los gritos de auxilio. Pero de todos, quizá mi favorito sea el silencio de los cuentos, ese que llega siempre, de manera inexorable, tras su última palabra.





¿Y si fueran los libros los que eligen a los lectores, y no al revés?
…Quizá juzgan a los compradores por su ropa, por el tono monocorde de su voz, por su mirada inquieta; les juzgan por los libros que han tomado de otros estantes.
…Los libros detestan ser tomados por los indecisos, expertos lectores de contraportadas…Prefieren a los lectores críticos, que leerán sus líneas, pero sabrán hacerlo también entre ellas…
Las novelas policíacas eligen lectores sagaces con los que medirse. Los libros inteligentes buscan lectores inteligentes; los libros grandes, lectores con antebrazos fuertes…Los panfletos buscan a los convencidos, los diccionarios a los iletrados los best sellers a los best buyers.
Pero todos, sin excepción, se van felices una tarde de sábado con ese que mira nervioso a los lados y, aprovechando un descuido del dependiente, los desliza en su mochila abierta, porque con él se saben deseados.

         



Le gusta subirse al tobogán, pero no se tira. Sube los peldaños con la dificultad de sus pocos años, se sienta y mira a su alrededor, circunspecta. A su espalda se desespera un monumental atasco de niños: gritan, lloran, se empujan. Ella no se mueve. Sus manitas se agarran al pequeño pasamanos de metal descolorido. Y observa.
Tiene miedo, diagnostica experta una madre a mi lado. Los niños la empujan: dale, ¿por qué no te tiras?
Pero ella parece ausente, mira sólo. Piensa.
Le gusta observar las cosas desde allí arriba.

                           Fernando León de Aranoa ,“Aquí yacen dragones”

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