viernes, 25 de febrero de 2011

         CALLE DE LOS CONTADORES DE HISTORIAS.
                  
             El “rincón de las humedades”

                        No dejaba de pensar en el verso que Alejandra me soltó de sopetón la otra tarde, “mi ser reventando sentires”, se me había quedado colgado muy adentro y parecía como si fuera a estallarme de un momento a otro. Necesitaba hablar con alguien amigo con el que compartir un poco el desasosiego que me había producido ese verso, y me encaminé al rincón en el que vivía Isbeil, rincón que él mismo había bautizado como “el de las humedades”, y él mismo comentaba a veces que tenía la sensación de ser un poco sapo y que su piel incluso estaba cambiando. Pero fue su libre elección la que le llevó a vivir aquí, había algo en este lugar que le atraía sobremanera, y aunque su aspecto exterior, su “piel”, no fuera nada agradable, por los desconchados, pintadas y roturas, y todo parecía un trozo de paisaje desvencijado, él había hecho de este rincón olvidado su casa, y una vez que traspasabas la puerta, esa, la de la derecha, la del arco, todo cambiaba, era como acceder a un ámbito acogedor, cálido, austero, sí, pero que te hacía sentir como en tu propia casa, en buena medida por el toque femenino que Sendra, la mujer de Isbeil, le había dado.

                    Replaceta de los aromas.
                        Sendra me dijo que no estaba su hombre, que había ido a la replaceta de los aromas, muy cerca de allí, y que lo encontraría en el taller-imprenta de Vicente Sabater. Hacia allí me dirigí, y me venía bien, porque así mataba dos pájaros de un tiro, ya que quería que Vicente me corrigiera e imprimiera unos cuentos que había escrito, además tenía que devolverle un libro que me había dejado. Al llegar a la plazuela, de la que se había hecho señor el árbol que crece en ella, ya me llegaba el ventalle de aromas de las pequeñas tiendas que habían sentado plaza en este espacio, y que a veces, cuando soplaba un ligero viento, te trastornaba un poco los sentidos -¿tendría algo que ver lo de Alejandra con esto?-. En una de las esquinas estaba la herboristería de Oria, una mujer de edad indefinible, pero que tenía un cutis  como yo nunca había visto, quizá el secreto estuviera en alguna de las infusiones que ella sabía preparar, también es verdad que era un poco bruja. Y muy cerca de allí, en otra esquina, Fátima bregaba a diario con esencias, aceites y perfumes, y antes de que tú le dijeras nada, ella ya parecía intuirlo y te sorprendía con frases como “es mejor que  utilices este” –y yo no había abierto la boca todavía-, “mézclalo con un poco de sándalo”, “solo una pizquita”, y aunque ya estábamos acostumbrados a sus comentarios, no dejaba nunca de asombrarnos. También sabíamos, por lo menos sus amigos, que Oria y Fátima, regaban y abonaban el árbol de la replaceta con algunos productos de su cosecha, aunque ellas nunca los revelaban; quizá esto podría explicar por qué, cuando llegaba la primavera, el árbol, según desde qué lugar lo miraras, cambiaba de color, pero es que, además, olía de un modo distinto según el momento del día. Siempre era una experiencia nueva y sorprendente venir a este lugar.                   
                        Vicente tenía su taller en la parte más alta de la casa, y cuando alguna vez le habíamos preguntado que por qué precisamente en ese lugar, él no daba otra respuesta que  “porque desde allí podía ver mejor el mar”, y ante eso no cabía sino callarse y entenderlo. Quizá el haber estado preso un tiempo, quizá el olor de la tinta y las diferentes texturas del papel que manejaba, o el haber estado trabajando tiempo atrás en un semisótano bastante lúgubre, o quién sabe, podría dar la clave de esa respuesta. Le acababa de llegar para mí una carta de Francisco Mollá, el poeta de Petrel al que habíamos ido a visitar no hace mucho, porque yo tenía interés en que me hablara de Miguel Hernández, al que él había conocido en la cárcel. Esta es la transcripción de la carta:
                                   Petrel, 11-4-72
                        Estimado amigo Pedro: Hoy cumplo la promesa que te hice de enviarte mi poema “Alma (En mi viaje)”. No dudo penetrarás bien en el fondo de su mensaje.
                        Y no cerraré esta carta sin antes agradecer vuestra visita a este nuestro hogar a Sabater y a ti. A Sabater tenía la suerte de conocerlo mucho antes, mas ahora añado la fortuna de colocar un nuevo amigo en sitio preferente de mi espíritu. Quien ama la figura y la poesía de Miguel Hernández, tiene ese sitio en mi alma.
                        Saluda de mi parte a los buenos amigos de Novelda, sin olvidar a Sabater y a Beltrá, y los recibes muy fuertes de
                                                                                                                                                      Francisco Mollá.

                        Cuánto me había alegrado esta carta de Paco, otro gran luchador como Vicente, otro ejemplo de dignidad y entereza, todavía recuerdo como si fuera ayer el carraspeo asmático que de vez en cuando interrumpía su charla, secuelas de humedades carcelarias de no hacía mucho.
                       
                                           Casa de Jaime.
                        Y como ya era hora de tomar el aperitivo, y era sábado, decidimos Isbeil, Vicente y yo, irnos a tomar algo a casa de Jaime, bueno, lo de casa es por decir algo, un viejo caserón que se caía a pedazos, destartalado, des…todo, en el que Jaime, solterón a rabiar, bohemio recalcitrante, independiente y con una filosofía de la vida de lo más “incorrecta” y ácrata, había sentado sus reales. Lo mejor de la casa era el patio interior,  coqueto y acogedor, allí se estaba muy bien, y allí nos sirvió el anfitrión -¡qué palabra!- los caracoles, su especialidad.  En broma a veces le decíamos, Jaime, si no fuera por tus caracoles no vendríamos a verte; la verdad es que él los preparaba como nadie.
                        Y allí se nos iba el tiempo, entre caracol y caracol, despotricando contra esto y aquello, hablando de literatura y, sobre todo de cine, la gran pasión de Jaime y en parte nuestra. No dejábamos de asombrarnos de lo fascinante que era “El espíritu de la colmena”, de Víctor Erice, película tan increíblemente singular, tan mágica, tan inquietante, y qué ojos los de la niña Ana, ¡cuánto puede decir una mirada!, ¡cuánto puede hablar el silencio!. Era una película que nos dejaba sin palabras, y así se nos pasaba el tiempo, bueno, también hablábamos de mujeres, todo hay que decirlo.

                                            La bicicleta de Mario.

                        No es que Mario viva aquí, esto fue antaño un taller de carpintería, hoy, ya lo veis, una ruina más, pero esa bicicleta tan bien sujeta para que no se la roben, es de Mario, que vive al lado. Y esa bicicleta tiene su historia, al menos es la que me contó Mario Torregrosa.
                        El ya trabajaba entonces en la Caja de Ahorros, en Obras Sociales, y nos unió el cine, porque necesitábamos ayuda para poner en marcha aquella locura maravillosa que con el tiempo sería el Cine-Club Fellini. Y Mario no solo nos ayudó, fue también uno de nosotros y compartió aventura y amistad. Bueno, lo de la bicicleta de marras os lo cuento ahora.
                        En realidad no era antes una bicicleta sino un sueño de mujer, porque la mujer de Mario, Menchu, cuando estaba embarazada tuvo un sueño en el que una niña de ojos claros y sonrisa azul se había quedado colgada de una punta de estrella que no era precisamente la suya. La niña le pedía a Menchu que le ayudara a salir de allí, ya estaba cansada de estar en aquella postura incómoda y, además, sin poder moverse. La niña decía que quería ir a su propia estrella, porque solo allí podría llegar a ser mujer, solo allí, de ahí su empeño. Y algo ocurrió, quizá fuera por el niño que llevaba dentro Menchu, porque simplemente la miró, pero con tanta fuerza y ternura, que consiguió desprenderla de esa punta de estrella que no era la suya. Y esa niña ya es hoy una mujer tocada por la gracia de los sueños, una mujer de ojos claros y sonrisa azul.
                        Y como pago por haberla ayudado le dio la estrella en la que había estado colgada. Pero Menchu no sabía muy bien qué hacer con una cosa así tan rara, entonces se le ocurrió entregársela a un amigo muy mañoso y creativo, y él la convirtió en la bicicleta que veis y que hoy disfruta Mario, por eso la tiene tan bien sujeta, no quiere que se le escape y vuelva a ser lo que fue. Todo esto es lo que mi amigo Mario me contó.

      
                                           La ventana de Federico.

         La casa de Mario no quedaba lejos de la de Federico, también en el casco antiguo de la ciudad, en eso que alguien había llamado el “cogollo modernista”. Tampoco era una casa de buena apariencia, más bien todo lo contrario, pero era tan acogedora como las de los otros contadores de historias. Federico era profesor de literatura en uno de los dos institutos de la localidad, bueno era algo más que eso, le apasionaba la literatura, la vivía desde las entrañas, se metía tan dentro de lo que explicaba que a veces daba la impresión de que se estaba escuchando al mismo Valle Inclán o a García Lorca, era tanto su entusiasmo cuando explicaba a sus alumnos que lo contagiaba todo de esa magia que solo algunos tienen, y él la tenía. Igual que tenía “un punto de locura”, no sé cómo decirlo, que te estimulaba y conmocionaba, y te hacía vivir las cosas con una intensidad tal que a veces hasta dolía.
         Pero Federico era también un buen contador de historias, le encantaba escribir porque necesitaba contar y contarse, aunque ello le supusiera a veces un gran esfuerzo, ya que las palabras no siempre acuden cuando se las necesita o se quedan cojas y pobres. Cuando fui a verlo la otra tarde le comenté que me había llamado la atención lo que había visto en su ventana, tres muñecos –parecían tres reyes- suspendidos en el aire, que parecían querer entrar en su ventana, pero la ventana estaba cerrada, y también me había sorprendido una extraña planta que parecía nacer de una canalera. El entonces me contó que…
         “Esos tres muñecos, que nada tenían que ver unos con otros, aunque las vestiduras hicieran parecer lo contrario, aparecieron un buen día allí, de esa guisa y sujetándose con esa cuerda. Yo les pregunté entonces que a dónde se dirigían y con esos ropajes tan coloristas, y que además se podían caer. Al oír esto último rieron. No te preocupes, nos podrá pasar cualquier cosa menos caernos, lo que nos sostiene no se puede romper. Pero ¿y el esfuerzo que estáis haciendo para llegar vosotros sabréis dónde? Mira, Federico, no creas todo lo que tus ojos creen ver, en realidad estamos de paso por tu ventana porque lo que buscamos es esa planta que ha crecido en la canalera de tu casa, en ese lugar casi imposible, necesitamos el jugo de esa planta para que alguien, que además tú conoces,  pueda encontrar las palabras que le faltan para completar un puzzle de amor en el que se encuentra enredado. Y ante eso no solo me callé, sino que les brindé toda mi ayuda, pues bien sabía lo importante que resultaban algunas palabras en determinadas ocasiones”.


                                 Cerca del callejón de los sueños encontrados, casa de Ana.

         La casa de Ana era un encanto, estaba cerca del callejón de los sueños encontrados, se llamaba así porque aquí, en este lugar aparentemente sin salida, en este callejón sin placa ni nombre en el callejero oficial, uno podía encontrar, con algo de suerte y un mucho de empeño, algún que otro sueño perdido en el tiempo, o un medio sueño, que de todo había. La casa de Ana era un encanto porque ella ya lo era, apenas llamaba la atención, nada la diferenciaba de los demás, menuda, frágil, morena,  pero Ana tenía un don, escuchaba como nadie y lo hacía con tanta dulzura y ternura que, a veces, en su presencia me ponía a llorar sin motivo. Su sola presencia, su mirada, su manera de cogerme la mano cuando lo necesitaba, su abrazo cuando lo necesitaba más, eran para mí como un bálsamo que  me ablandaba todo y me hacía recuperar mi condición de ser que necesita de. Ana, no sé muy bien cómo, me restituía a mí mismo y me devolvía cosas mías que yo creía haber perdido.
         Además, ella hacía cosas de ganchillo, fundas para moviles, trajecitos de muñeca, tapetes, gorritos, que vendía y exponía en su ventana, aceptaba además cualquier encargo, era raro que dijera no. Es cierto que su ortografía no era la mejor, pero eso también le confería esa singularidad que ella tenía. Un día le dije que no sabía como pagarle todo lo que había hecho por mí, que quería hacer algo por ella, yo seguía hablando, ella me puso un dedo en mi boca y solo me dijo, regálame un poema.
                                     
                                      Anando
                            Ando contigo, Ana,
                            Adonde tú me lleves,
                            Tú sabes encontrarme siempre,
                            Y me devuelves a mí mismo,
                            Si me he perdido,
                            Si me he roto,
                            Si me han hecho trizas,
                            Si ando a la deriva,
                            Si derrotan mis sueños,
                            Tú me rescatas de mí mismo
                            Para devolverme a mí mismo,
                            Y me recompones
                            Con tu manera de ser
                            Y de mirarme
                            Y de quererme.
                            Anando voy contigo
                            Ana, adonde tú me lleves.
        


                                               (A Alejandra, Isbeil, Sandra, Oria, Fátima, Francisco Mollá, Vicente Sabater, Jaime García, Mario Torregrosa, la niña de la sonrisa azul, Federico Seva, Ana, y a todos los contadores de historias que han hecho que mi calle sea también la
suya)

                                      Pedro Cortés Vicedo.