jueves, 29 de diciembre de 2011

Luz Casal & Carlos Nuñez - Negra sombra.

Negra sombra. Rosalía de Castro.

 
                                                                                  Negra sombra
Cando penso que te fuches,
negra sombra que m´ asombras,
ó pé dos meus cabezales
tornas facéndome mofa.

Cando maxino que es ida,
no mesmo sol te me amostras,
i eres a estrela que brila,
i eres o vento que zoa.

Si cantan, es ti que cantas,
si choran, es ti que choras,
i es o marmurio do río
i es a noite i es a aurora.

En todo estás e ti es todo,
pra min i en min mesma moras,
nin me abandonarás nunca,
sombra que sempre me asombras.
                               Rosalía de Castro

En castellano, versión de Carmen Blanco:

Cuando pienso que te fuiste,
negra sombra que me asombras,
al pie de mis cabezales,
tornas haciéndome burla.

Cuando imagino que te has ido,
en el mismo sol te muestras,
y eres la estrella que brilla,
y eres el viento que suena.

Si cantan, eres tú que cantas,
si lloran, eres tú que lloras,
y eres el murmullo del río,
y eres la noche y la aurora.

En todo estás y tú eres todo,
para mí y en mí misma moras,
ni me abandonarás nunca,
sombra que siempre me asombras.
 

lunes, 26 de diciembre de 2011

Descubre tu presencia.

             
                                                   “Descubre tu presencia,
y máteme tu vista  y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.”
                Juan de la Cruz.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Pacto entre derrotados. Ernesto Sábato.

                                             
                                                                         Epílogo
Pacto entre derrotados
                                                                                       “Hemos fracasado
                                             sobre los bancos de arena del racionalismo
                                             demos un paso atrás y volvamos a tocar
                                             la roca abrupta del misterio”.
                                                                         URS VON BALTHASAR
Te hablo a vos, y a través de vos a los chicos que me escriben o me paran por la calle, también a los que me miran desde otras mesas en algún café, que intentan acercarse a mí y no se atreven.
No quiero morirme sin decirles estas palabras.
Tengo fe en ustedes. Les he escrito hechos muy duros, durante largo tiempo no sabía si volverles a hablar de lo está pasando en el mundo. El peligro en que nos encontramos todos los hombres, ricos y pobres.
Esto es lo que ellos no saben, los hombres del poder. No saben que sus hijos también están en esta pobre situación.
No podemos hundirnos en la depresión, porque es de alguna manera, un lujo que no pueden darse los padres de los chiquitos que se mueren de hambre. Y no es posible que nos encerremos cada vez con más seguridades en nuestros hogares.
Tenemos que abrirnos al mundo. No considerar que el desastre está afuera, sino que arde como una fogata en el propio comedor de nuestras casas. Es la vida y nuestra tierra las que están en peligro.
Les escribo un verso de Hölderlin:
“El fuego mismo de los dioses día y noche nos empuja a seguir adelante. ¡Ven! Miremos los espacios abiertos, busquemos lo que nos pertenece, por lejano que esté”.
Sí, muchachos, la vida del mundo hay que tomarla como la tarea propia y salir a defenderla. Es nuestra misión.
No cabe pensar que los gobiernos se van a ocupar. Los gobiernos han olvidado, casi podría decirse que en el mundo entero, que su fin es promover el bien común.
La solidaridad adquiere entonces un lugar decisivo en este mundo acéfalo que excluye a los diferentes. Cuando nos hagamos responsables del dolor del otro, nuestro compromiso nos dará un sentido que nos colocará por encima de la fatalidad de la historia.
Pero antes habremos de aceptar que hemos fracasado. De lo contrario volveremos a ser arrastrados por los profetas de la televisión,
por los que buscan la salvación en la panacea del hiperdesarrollo. El consumo no es un sustituto del paraíso.
La situación es muy grave y nos afecta a todos. Pero, aun así, hay quienes se esfuerzan por no traicionar los nobles valores. Millones de seres en el mundo sobreviven heroicamente en la miseria. Ellos son los mártires.
Se los ve bajando de los trenes, de los ómnibus, después de inhumanas jornadas de trabajo, o desolados cuando no lo consiguen. Se los ve en las mujeres gastadas a los treinta años por los hijos y la urgencia de salir a trabajar por pagas miserables. Se los ve en los chicos de la calle, en los ancianos que duermen en los subtes. En todos los hombres abandonados en el sufrimiento y en su indigencia.
Una vez le preguntaron a Pasolini por qué se interesaba en la vida de los marginados, como el protagonista de Mama Roma, y él respondió que lo hacía porque en ellos la vida se conserva sagrada en su miseria.
En un archivo donde colecciono papeles, recortes que me ayudan a vivir, tengo una fotografía del terremoto que destruyó hace años Concepción de Chile: una pobre india, que ha recompuesto precariamente su ranchito hecho de chapas de zinc y de cartones, está barriendo con una vieja escoba ese pedazo de tierra apisonada delante de su casucha. ¡Y uno se hace preguntas teológicas! ¡Cuánto más demostrativa es la imagen de la pobre indiecita que sigue barriendo su casa y cuidando a sus hijos! Esta clase de seres nos revelan el Absoluto que tantas veces ponemos en duda, cumpliéndose en ellos, como dijera Hölderlin, que donde abunda el peligro crece lo que salva.
Cada vez que hemos estado a punto de sucumbir en la historia nos hemos salvado por la parte más desvalida de la humanidad. Tengamos en consideración entonces las palabras de María Zambrano: “No se pasa de lo posible a lo real sino de lo imposible a lo verdadero”. Muchas utopías han sido futuras realidades.
Son muchos los motivos, me dirás, podrías decirme, para descreer de todo.
Los jóvenes como vos, herederos de un abismo, deambulan exiliados en una tierra que no les otorga cobijo. En este desguarnecimiento existencial y metafísico, sufren huérfanos de cielo y
de techo. Comprendo tu congoja, el desconcierto de pertenecer a un tiempo en que se han derrumbado los muros, pero donde aún no se vislumbran nuevos horizontes. Falsas luminarias pretenden cautivar tu voluntad desde las pantallas. Debes de pensar que no hay un cambio posible cuando el valor de la existencia es menor que el precio de un aviso publicitario. El escepticismo se ha agravado por la creciente resignación con que asumimos la magnitud del desastre. La banalidad con que se degradan los sentimientos más nobles, degenerando al hombre en una patética caricatura, en un ser irreconocible en su humanidad.
Yo también tengo muchas dudas, y en ocasiones llego a pensar si son válidos los argumentos con que he intentado hallarle sentido a la existencia. Me reconforta saber que Kierkegaard decía que tener fe es el coraje de sostener la duda. Yo oscilo entre la desesperación y la esperanza, que es la que siempre prevalece, porque si no la humanidad habría desaparecido, casi desde el comienzo, porque tantos son los motivos para dudar de todo. Pero por la persistencia de ese sentimiento tan profundo como disparatado, ajeno a toda lógica —¡qué desdichado el hombre que sólo cuenta con la razón!—, nos salvamos, una y otra vez, sobre todo por las mujeres; porque no sólo dan la vida, sino que también son las que preservan esta enigmática especie. No en vano, en una de las culturas cuya sabiduría es milenaria, se creía que el alma de una mujer que moría en medio del parto era conducida al mismo cielo que el guerrero vencido en un combate.
Por eso te hablo, con el deseo de generar en vos no sólo la provocación sino también el convencimiento.
Muchos cuestionan mi fe en los jóvenes, porque los consideran destructivos o apáticos. Es natural que en medio de la catástrofe haya quienes intenten evadirse entregándose vertiginosamente al consumo de drogas. Un problema que los imbéciles pretenden que sea una cuestión policial, cuando es el resultado de la profunda crisis espiritual de nuestro tiempo.
Yo reafirmo a diario mi confianza en ustedes. Son muchos los que en medio de la tempestad continúan luchando, ofreciendo su tiempo y hasta su propia vida por el otro. En las calles, en las cárceles, en las villas miseria, en los hospitales. Mostrándonos que, en estos tiempos de triunfalismos falsos, la verdadera resistencia es la que combate por
valores que se consideran perdidos.
Durante mi viaje a Albania, conocí a un muchacho llamado Walter, que había dejado su casa en la provincia de Tucumán, para ir a cuidar enfermos junto a la congregación de Teresa de Calcuta. Con cuánta emoción lo recuerdo. Siempre que veo las terribles noticias que nos llegan desde aquel entrañable país, me pregunto dónde estará, si acaso leerá estas palabras de reconocimiento a su noble heroísmo.
Son millones los que están resistiendo, vos mismo lo podés comprobar cuando ves a esos hombres y mujeres que se levantan a altas horas de la madrugada y salen a buscar un empleo, trabajando en lo que pueden para alimentar a sus hijos y mantener honradamente al hogar, por modesto que sea. ¿Te detuviste a pensar cuántos en todo el país comparten esta hambre por la dignidad y la justicia?
Miles de personas, a pesar de las derrotas y los fracasos, continúan manifestándose, llenando las plazas, decididos a liberar a la verdad de su largo confinamiento. En todas partes hay señales de que la gente comienza a gritar: “¡Basta!”. Lo mismo ocurre con el movimiento zapatista en México, y con todos los movimientos que nos advierten del peligro que corre el futuro del planeta.
Hay que recordar que hubo alguien que derribó al imperio más poderoso del mundo con una cabra y una rueca simbólica. Una salida posible es promover una insurrección a la manera de Gandhi, con muchachos como vos. Una rebelión de brazos caídos que derrumbe este modo de vivir donde los bancos han reemplazado a los templos.
Esta rebelión no justifica de ningún modo que permanezcas en una torre, indiferente a lo que pasa a tu lado. Gandhi advirtió que es una mentira pretender ser no violento y permanecer pasivo ante las injusticias sociales. Por el contrario, creo que es desde una actitud anarcocristiana que habremos de encaminar la vida.
Ya no quedan locos, se murió aquel manchego, aquel estrafalario fantasma en el desierto. Todo el mundo está cuerdo, terrible, monstruosamente cuerdo.
Esa locura cuya ausencia León Felipe lamenta, es un acto similar a la del estoico Guevara, cuando abandonó todas las comodidades y partió hacia una lucha insensata en la selva boliviana, enfermo de asma, ya sin remedios para su mal; para terminar asesinado por despiadados y repugnantes bichos. ¿Qué importa si se equivocaba con el materialismo dialéctico? Eso mismo prueba su inocencia, su autenticidad. Luchaba por aquel Hombre Nuevo que hoy nos urge
rescatar de los escombros de la historia. En su carta final les dice a los padres: “Queridos viejos, otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo”; y entonces sale en busca de lo que Rilke llamaría su muerte propia. Esa es su grandeza, que algunos considerarán su chiquilinada, su tontería; pero estos gestos de heroísmo demencial son los que nos rescatan de tanta iniquidad, porque no se puede vivir sin héroes, santos ni mártires. Como esos estudiantes que en la plaza de Tian-An-Men, en una horrible masacre, murieron al imponerse ante el implacable acero de los tanques. Son ellos los que nos indican los caminos por los que la vida puede renacer.
Vivimos un tiempo en que el porvenir parece dilapidado. Pero si el peligro se ha vuelto nuestro destino común, debemos responder ante quienes reclaman nuestro cuidado.
Hace poco he visto por televisión a una mujer que sonreía con inmenso y modesto amor. Me conmovió la ternura de esa madre de Corrientes o del Paraguay, que lagrimeaba de felicidad junto a sus trillizos que acababan de nacer en un mísero hospital, sin abatirse al pensar que a éstos, como a sus otros hijos, los esperaba el desamparo de una villa miseria, inundada en ese momento por las aguas del Paraná. ¿No será Dios que se manifiesta en esas madres?
¿Por qué tendría que manifestarse sólo en poetas como Juan de la Cruz o en las sagradas pinturas de Rouault?
Si toda resistencia parece absurda cuando se presiente el fin, ¿por qué no detenernos a meditar en estos santos? ¿Acaso no son una muestra de que algo existe del otro lado del absurdo?
No sabemos si al final del camino, la vida aguarda como un mendigo que nos extenderá la mano.
Esta fe demencial, o milagrosa, se debe precisamente, a que hemos llegado a tocar fondo. Es necesario preservar los lugares que existen hasta en los suburbios de las grandes ciudades, donde aún se conservan los atributos del hombre concreto de carne y hueso.
Cuando el mundo hiperdesarrollado se venga abajo, con todos sus siderántropos y su tecnología, en las tierras del exilio se rescatará al hombre de su unidad perdida. Y quizá, cuando despertemos de esta siniestra pesadilla, cuando un vacío de humanidad nos duela en el pecho, entonces recordaremos que alguna vez fuimos aquello que dijo Rene Char: “Seres del salto, no del festín, su epílogo”.
Me hablas de tu agitación, de una especie de temblor que te sobrecogió y aún perdura, luego de nuestra conversación en aquel café al oírme decir estas palabras.
Debes perdonarme; a pesar de los años, no puedo evitar ser desmesurado en lo que considero fundamental.
Por otro lado, ¡hay temblores que son tan importantes! Porque anteceden a esa clase de decisiones que sacuden los cimientos de nuestra existencia y, aunque generen incomprensión, terminan repercutiendo en el destino de los demás. Los grandes creadores realizan sus obras bajo tensiones similares. Sólo lo que se hace apasionadamente merece nuestro afán, lo demás no vale la pena.
También yo quise huir del mundo. Ustedes me lo impidieron, con sus cartas, con sus palabras por las calles, con su desamparo.
Les propongo entonces, con la gravedad de las palabras finales de la vida, que nos abracemos en un compromiso: salgamos a los espacios abiertos, arriesguémonos por el otro, esperemos, con quien extiende sus brazos, que una nueva ola de la historia nos levante. Quizá ya lo está haciendo, de un modo silencioso y subterráneo, como los brotes que laten bajo las tierras del invierno.
Algo por lo que todavía vale la pena sufrir y morir, una comunión entre hombres, aquel pacto entre derrotados. Una sola torre, sí, pero refulgente e indestructible.
En tiempos oscuros nos ayudan quienes han sabido andar en la noche. Lean las cartas que Miguel Hernández envió desde la cárcel donde finalmente encontró la muerte:
“Volveremos a brindar por todo lo que se pierde y se encuentra: la libertad, las cadenas, la alegría y ese cariño oculto que nos arrastra a buscarnos a través de toda la tierra”.
Piensen siempre en la nobleza de estos hombres que redimen a la humanidad. A través de su muerte nos entregan el valor supremo de la vida, mostrándonos que el obstáculo no impide la historia, nos recuerdan que el hombre sólo cabe en la utopía.
Sólo quienes sean capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido.
                                           Ernesto Sábato, “Antes del fin”.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Y la nave va.


Las condiciones del pintor solitario.Antonio Saura.

                           

             “Hablando como San Juan de la Cruz, diría que las condiciones del pintor solitario son cinco: la primera, que ha de volar en lo más alto, en las más audaces aventuras, en las más profundas inquietudes estéticas, sociales o filosóficas, olvidándose de todas las cosas transitorias. La segunda, que ha de ser tan amigo del silencio y la soledad que únicamente viviendo en ellos podrá realizar una obra cuyo mensaje sea grave y altanero. La tercera, que ha de poner los ojos en un infinito hecho de las más locas proposiciones, beber todo aquello que esté a su alcance en un ansia devoradora con una fiebre intensa. La cuarta, que no ha de tener demasiado color, debiendo dirigirse hacia el camino de sus deseos, atento únicamente a su responsabilidad moral para con su época y su sociedad. La quinta, que ha de cantar y gritar con más espontáneo y libre lenguaje.”
            Antonio Saura, “De la higiene mental de un pintor”.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Sólo a veces.

                                                       
                                                                         A veces
uno expone demasiado el corazón,
a veces buscamos en el otro lo que nos completa,
porque nos faltan trozos que hemos ido dejando en el camino,
porque se hacen carne en él alguno de nuestros sueños,
a veces la tristeza se nos hace piel y nos duele porque viene de lo más profundo de nuestro ser,
a veces el sol más que alumbrar nos ciega,
a veces la muerte de una mariposa sacude nuestros cimientos,
a veces confundimos la entrega con la dicha,
a veces , tantas veces, nos equivocamos,
nuestros oídos no oyen,
nuestros ojos no ven,
nuestras manos no tocan,
a veces esperamos más
de él, de ella, de nosotros,
tantas veces hemos ido a la deriva,
tantas veces se nos ha colado la ternura por un pozo ciego,
menos mal
que
sólo
ha
sido
que
sólo
es
a
v
e
c
e
s.

domingo, 4 de diciembre de 2011



                Un ego obsesivo y una frágil personalidad coexistían en Francesca Woodman, la fotógrafa estadounidense que se suicidó en 1981 a los 22 años dejando tras de sí mucho más que la promesa de un misterioso talento. Desnudos fantasmagóricos, juegos surrealistas y una sexualidad tan ansiosa como etérea: probablemente pocos han visto el desasosiego femenino con la lucidez de esta niña-artista fruto de un sólido matrimonio bohemio (ella ceramista y escultora, él pintor y fotógrafo) que vio como el hermoso retrato familiar se hacía trizas con la violenta muerte de su hija pequeña, quien para añadir más dramatismo a la escena no se conformó con una muerte discreta sino con un aparatoso salto al vacío desde su casa del Lower East de Manhattan que le desfiguró su preciosa cara.
                Francesca Woodman se crió y formó entre EE UU e Italia. Fue una niña americana en la Toscana, rodeada de amigos artistas de sus padres, y una adolescente becada en Roma. Probablemente su gusto por los escenarios bucólicos y decadentes no se entiende sin ese contacto con el viejo mundo. Empezó a hacer fotografías a los 13 años, en blanco y negro, de pequeño formato y casi siempre con ella misma como protagonista. Imaginaba libros para aquellas imágenes que pegaba en sus cuadernos y diarios. La naturaleza (ramas, bosques, pájaros...) y las casas (paredes, muros, ventanas...) jugaban un papel fundamental en la composición, había algo siniestro en aquella densidad simbólica, historias llenas de melancolía y tristeza con ella como único centro de todo. Solo llegó a publicar un libro, Algunas geometrías interiores desordenadas.
                 Para Scott Willis el arte no mató a Francesca Woodman sino que la sujetó a la vida, pero fue cuando empezó su crisis creativa y empezó a mermar su capacidad de trabajo (directamente relacionadas ambas con sus crisis emocionales) cuando la artista entró en el profundo desequilibro que acabó con su vida. "Fue enormemente prolífica de niña, pero sus problemas psicológicos le empezaron a robar espacio a su obra. Pese a lo que se dice, hay alegría en su trabajo porque era el arte lo que la mantenía viva".
                En sus diarios, la fotógrafa empieza a dejar ver sus grietas, las drogas, los desamores. El director de The Woodmans dice que su aproximación no es la de un crítico sino la de un biógrafo y que fue difícil entrar en el ámbito reservado de esta familia, para los que el arte es un ejercicio obsesivo y monacal. Cada día, cada uno de sus cuatro miembros se encerraba en el estudio a crear como quien entra cada mañana en una fábrica. De esa intensa relación con la inspiración nace esta niña prodigio.
                Desconocida en vida, la fotógrafa empezó a ser conocida en 1986, cinco años después de su muerte, gracias a la primera exposición de su obra, en el Wellesley College. Francesa Woodman vivió convencida de que tenía un destino. Para muchos está cifrado en sus fotografías, para otros está oculto en ellas.














                                                      

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Volví a la Calle de los contadores de historias.


 Volví a la Calle de los contadores de historias
                             
                                                              “....Soy el niño
                                                   que en el pasillo oscuro oye el jadeo del jaguar,
                                                   y canta, y canta y canta para ahuyentarlo,
                                                   para que la sombra no sea”.
                                                             José Hierro, de “Cuaderno de Nueva York”

            Regresé una vez más, después de un largo y no muy satisfactorio viaje, a la calle de los contadores de historias, en busca, quizá, de consuelo y aliento y para desempolvar viejos fantasmas que este último viaje había activado de una manera inusual. Nada aparentemente había cambiado en ella, dejé atrás el callejón de Midaq, tan suspendido en el tiempo, y me sentí reconfortado al pisar una vez más el suelo empedrado de este espacio, a salvo del bullicio exterior pero con una vida propia intensísima y plena, con unas raíces que conectan con un mundo profundo del que guarda secretos muy antiguos. La puesta de sol acentuaba aún más las tonalidades rojizas de algunas casas, especialmente el horno de Sagrario y la viejísima covacha del anticuario judío Isbeil, un laberinto sin fondo donde uno podía encontrarse con el milagro del hallazgo insólito, si tenía además un poco de paciencia para capear el sortilegio de las mil historias -¿cuál más sorprendente?- con las que Isbeil encantaba a sus clientes.
            Precisamente al lado de esta tienda está la casa de Juan Goytisolo, alquimista, contador de historias, fabulador de sueños, heterodoxo, defensor a ultranza de la heterogeneidad y del aporte árabe a la cultura occidental, viajero infatigable, voz disidente de todo lo que sea pensamiento único y homogeneidad, mago de la palabra. Y –¡cuál no sería mi sorpresa!- al encontrarme en su casa con la Celestina, la vieja alcahueta que cumple ahora cien años, pero tan llena de vida como siempre, que le había encargado a Juan, recién llegado de Marraquech, donde pasaba parte del año, unas hierbas que necesitaba para un cliente suyo aquejado de una impotencia recalcitrante. Yo entré justo en el momento en que él, antes de darle satisfacción del encargo, le contaba a ella,  y ahora a mí también, su experiencia tan enriquecedora en Marraquech y, en particular, su lectura del espacio de la plaza de Xemaá-El-Fná.
            Juan estaba entusiasmado, pues frente a este mundo tan tecnificado y uniforme, tan cibernético y virtual, que tanto atrofia los poderes de la imaginación y vacía las mentes de contenidos mágicos y de valores auténticos, su vivencia en Marraquech le había abierto la gozosa impresión de que no todo estaba perdido y que había que declarar la plaza de Xemaá-El-Fná patrimonio oral de la humanidad. Es ésta, nos contaba, un espacio de vida variadísima y plena, donde lo real y lo imaginario se dan la mano, un ámbito abierto, plural, convergente, gozoso, en el que hay que entrar sin horario, dejándose llevar, arrastrar, impregnar por todo un maremágnum de olores, sensaciones, imágenes, sonidos, donde juglares, saltimbanquis, cómicos, cuentistas, curanderos, músicos y toda una gama indescriptible de personajes despliegan sus habilidades y talentos para cautivar y embelesar al que allí se adentra.
            Nos relataba lo mágico de su estancia allí y, para que sus palabras de ahora no traicionaran lo que había vivido, nos leyó este fragmento de un libro que estaba preparando –se titularía “Makbara”-: “vivir, literalmente, del cuento: de un cuento que es, ni más ni menos, el de nunca acabar: ingrávido edificio sonoro en de(con)strucción perpetua...: servir a un público siempre hambriento de historias un tema conocido: entretener su suspenso con sostenida imaginación...:los oyentes forman un semicírculo en torno al vendedor de sueños, absorben sus frases con atención hipnótica, se abandonan al espectáculo de su variada, mimética actividad...:posibilidad de contar, mentir, fabular, verter lo que se guarda en el cerebro y el vientre, el corazón, vagina, testículos: hablar y hablar a borbotones, durante horas y horas: vomitar sueños, palabras, historias hasta quedarse vacío: literatura al alcance de analfabetos, mujeres, simples, chiflados: de cuantos se han visto tradicionalmente privados de la facultad de expresar fantasías y cuitas...:oradores sin púlpito ni tribuna ni atril: poseídos de súbito frenesí: charlatanes, embaucadores, locuaces todos cuentistas”.
                        Nos quedamos maravillados dejándonos llevar por el verbo arrebatado de Juan que daba testimonio de unas gentes para quienes la palabra tenía todavía la capacidad mágica de encantar, embelesar y cautivar. Y de esto sabía mucho precisamente Celestina, maestra en muchas artes, una de ellas, y no de las menos importantes, el manejo de la palabra como instrumento para vencer y controlar voluntades mediante un derroche de mentiras y verdades, argumentos falsos, declaraciones fingidas, juegos de palabras, refranes y sentencias sacados de contexto; la palabra para ella apenas tiene secretos, experimentada contadora de historias, nada ni nadie se resiste a sus mañas y estrategias para conseguir sus fines. Pero no era el momento de enredarse en esta faceta de la vieja barbuda, ella había venido ahora a recoger el encargo de las hierbas, nos decía que estaba un poco preocupada porque no atinaba con el remedio para su cliente, ya había intentado con él las soluciones tradicionales –muchas de las cuales pasaban por fortalecer los órganos masculinos mediante una alimentación a base de órganos sexuales de ciertos animales-, como el administrar testículos de toro, asados primero, pulverizados e ingeridos después como poción. Confiaba en que las hierbas que había pedido a Juan contribuyeran a dar con la receta eficaz al caso que la ocupa. Tenía algo de prisa, se despidió de nosotros y desapareció calle abajo tras sus largas faldas.
            Nosotros decidimos hacer una visita a José Saramago, que vivía con su mujer Pilar en una casa de esta misma calle. Saramago es un hombre lúcido, crítico, de profundas convicciones, un hombre bondadoso que, como Juan, siempre ha dicho lo que pensaba y ha escrito de una manera muy personal; su mujer decía de él que escribía para hacerse amar. Sabíamos que estaba escribiendo un nuevo libro, ese era su trabajo, escribir, contar, y quisimos saber cómo le iba.
            Nos recibió Pilar que, con su ternura habitual, nos acompañó al desván donde trabajaba José. Al subir me llamó la atención un pequeño cuadro colgado de una pared que contenía el siguiente texto: “Dios es el silencio del universo y el hombre el grito que da sentido a ese silencio”. No dejó de sorprendernos que él, un ateo convencido, estuviera escribiendo un relato sobre Jesucristo, pero conociendo sus libros anteriores podríamos  casi adelantar que sería una hermosa y conmovedora historia. Yo estaba particularmente interesado por el personaje de la Magdalena y le pregunté si aparecía en su libro, él nos dijo que no sólo aparecía sino que era uno de los personajes más importantes. Nos contó que el personaje de Jesús en su vagabundeo atormentado en busca de su identidad y su verdad, arriba casualmente a Magdala y da con la prostituta María, que lo ampara, lo lava y le descubre –a él que no ha conocido hasta entonces mujer- las excelencias y goces del amor. Ella intuye pronto que él es el hombre que ha estado esperando toda su vida, y él reconoce que su encuentro con ella ha sido como un segundo nacimiento. María de Magdala abandona la prostitución, lo deja todo y se convierte en la mujer de Jesús, al que acompaña en su difícil peripecia vital, plagada de satisfacciones pero también de mucho sufrimiento y dolor, sobre todo a partir del momento en que Dios revela a Jesús lo que él tanto ansía saber: quién es y para qué lo ha elegido a él. Dios no sólo le muestra su destino, sino también lo que será de buena parte de la humanidad una vez que él, Jesús, haya muerto.
            Es mucha la carga que pesa sobre Jesús desde el momento de la revelación, una carga difícilmente soportable, y la tristeza y el abatimiento se apoderan muchas veces de él, que se encierra en sí mismo y se vuelve casi impenetrable, pero es tanto lo que María de Magdala significa para él, que le dice: “Aunque no puedas entrar, no te alejes de mí, tiéndeme siempre tu mano, aunque no puedas verme, si no lo haces me olvidaré de mi vida, o ella me olvidará”.
            El libro todavía no estaba terminado, pero lo que nos había adelantado José venía a confirmar que seguramente sería una gran historia. Convencimos a él y a su mujer para que nos acompañaran al taller-imprenta de Vicente Sabater, hoy era jueves y solíamos reunirnos allí a charlar un rato, y de paso degustar el excelente té que él sabía preparar como nadie. Vicente, hombre acogedor, desprendido, luminoso, enamorado de los libros, de las letras, humanista rescatado del Renacimiento, estaba ahora volcado en la publicación de una revista en la que él hacía prácticamente todo, también preparaba la edición, corregida y ampliada, del libro “Vuelcos”, del poeta y amigo Francisco Mollá.
            Nos acomodamos en los divanes, que seguramente habían salido de la tienda de Isbeil, también allí presente, junto a Juan Goytisolo, José Saramago y su mujer Pilar, y Jaime García, afamado miniaturista, que tenía su taller no lejos de aquí. Y justo en el momento en que Vicente nos servía su famoso té, apareció un viejo ciego guiado por un muchacho que llevaba un rabel y un cartapacio, ya los conocíamos de otras veces, frecuentaban mucho esta calle, y también sabíamos que el té no era precisamente su bebida favorita. Y después de entonarse ambos con un vaso de buen vino, fue el ciego el que empezó a contarnos la última aventura que les había ocurrido por esos caminos de dios y del diablo: “Llegando a la muy ilustre villla de Novelda, como fuera el tiempo de la recolección de la uva…” Pero esa es otra historia que ya se contará.


                                                                           Pedro Cortés Vicedo.

sábado, 19 de noviembre de 2011

LE VENT NOUS PORTERA - Noir Desir


                           El viento nos llevará
                                           Noir Desir
No tengo miedo de la ruta
habrá que ver, hace falta probarla
los meandros de la parte baja de la espalda
y todo irá bien allá
el viento nos llevará

Tu mensaje a la Osa Mayor
y la trayectoria de la carrera
una instantánea de terciopelo
incluso si no sirve para nada va
el viento se la llevará
todo desaparecerá pero
el viento nos llevará

La caricia de la metralla
y esa pena que nos tirotea
el palacio de los otros días
de ayer y de mañana
el viento los llevará

Genética en bandolera
los cromosomas en la atmósfera
taxis para las galaxias
y mi alfombra voladora dice?
El viento se la llevará
todo desaparecerá pero
el viento nos llevará

El perfume de nuestros años muertos
este que puede llamar a tu puerta
infinidad de destinos
Se pone uno y ¿qué es lo que se recuerda?
el viento se lo llevará

Mientras sube la marea
y que cada uno rehaga sus cuentas
llevo al hueco de mi sombra
los polvos de tí
el viento se los llevará
todo desaparecerá pero
el viento nos llevará.

---- letra original (francés) ----

Le vent nous portera
Noir Desir

Je n'ai pas peur de la route
Faudrait
voir, faut qu'on y goûte
Des méandres au creux des reins
Et tout ira bien là
Le vent nous portera

Ton message à la Grande Ourse
Et
la trajectoire de la course
Un
instantané de velours
Même s'il ne sert à rien va
Le vent l'emportera
Tout disparaîtra mais
Le vent nous portera

La caresse et la mitraille
Et
cette plaie qui nous tiraille
Le palais des autres jours
D'hier et demain
Le vent les portera

Génetique en bandouillère
Des chromosomes dans l'atmosphère
Des taxis pour les galaxies
Et mon tapis volant dis ?
Le vent l'emportera
Tout disparaîtra mais
Le vent nous portera

Ce parfum de nos années mortes
Ce qui peut frapper à ta porte
Infinité de destins
On en pose un et qu'est-ce qu'on en retient?
Le vent l'emportera

Pendant que la marée monte
Et que chacun refait ses comptes
J'emmène au creux de mon ombre
Des poussières de toi
Le vent les portera
Tout disparaîtra mais
Le vent nous portera.

                   

viernes, 11 de noviembre de 2011

Álvaro Cunqueiro, "Las mocedades de Ulises".


                    
                                       Álvaro Cunqueiro, “Las mocedades de Ulises”.
Este libro no es una novela. Es la posible parte de ensueños y de asombros de un largo aprendizaje -- el aprendizaje del oficio de hombre --, sin duda difícil. Son las mocedades que uno hubiera querido para sí, vagancias de libre primogénito en una tierra antigua, y acaso fatigada. Un hadith islámico cuenta que la tierra dijo a Adán, al primer hombre, cuando fue creado:
- !Oh, Adán, tú me vienes ahora que yo he perdido mi novedad y juventud!
Pero toda novedad y primavera penden del corazón del hombre, y es éste quien elige las estaciones, las ardientes amistades, las canciones, los caminos, la esposa y la sepultura, y también las soledades, los naufragios y las derrotas.
Buscar el secreto profundo de la vida es el grande, nobilísimo ocio. Permitámosle al héroe Ulises que comience a vagar no más nacer, y a regresar no más partir. Démosle fecundos días, poblados de naves, palabras, fuego y sed. Y que él nos devuelva Ítaca, y con ella el rostro de la eterna nostalgia. Todo regreso de un hombre a Ítaca es otra creación del mundo.
No busco nada con este libro, ni siquiera la veracidad última de un gesto, aun cuando conozco el poder de revelación de la imaginación. Cuento como a mí me parece que sería hermoso nacer, madurar y navegar, y digo las palabras que amo, aquellas con las que pueden fabricarse selvas, ciudades, vasos decorados, erguidas cabezas de despejada frente, inquietos potros y lunas nuevas. Pasan por estas páginas vagos transeúntes, diversos los acentos, variados los enigmas. Canto, y acaso el mundo, la vida, los hombres, su cuerpo o sombra miden, durante un breve instante, con la feble caña de mi hexámetro. 

martes, 8 de noviembre de 2011

Cerca de los diecinueve. Gabriel Ferrater.

                                                  
Cerca de los diecinueve

A doce días, Julia, de que cumplieras
los diecinueve años,
quiero apuntarte tres o cuatro dichos
(pocos más he encontrado)
que digan la verdad. Mujeres y hombres
componen todo el mundo.
Muy simple, me respondes. Mas recuerda
el mito de la cueva.
Quien sólo muro ve, fiebre de sombras,
no sentirá a su lado
el inocente tacto que le tiende
alguna ciega mano.
Mujeres y hombres. Nudos. Y lo oscuro
de una tarde muriendo.
En la cueva se puede vivir, Julia.
Mejor, si no hay recuerdos.
Pero al crecer te crece la memoria.
Mira que crezca bien.
Que no la tuerzan miedos. Que no sangre
por un injerto cruel.
No escuches a quien te hable de egoísmo:
has de saberte amar.
Y si tiemblas un día (he de decirte
que un día así vendrá),
y te ves lejos de hoy, recuerda: tuyo
es alto cuanto das.
Así ya sabrás dar sin pedir prenda,
como los buenos dan.
Y sabrás recibir, como mereces,
un don sin trueque alguno.
Ciegos, atamos, en la cueva, Julia,
fuerte el nudo del mundo.
                                      (Gabriel Ferrater)

viernes, 4 de noviembre de 2011

                                   
                                                 

                              Ventana sobre una mujer .Eduardo Galeano.

Esa mujer es una casa secreta.
En sus rincones, guarda voces y esconde fantasmas. En las noches de invierno, humea.
Quien en ella entra, dicen, nunca más sale.
Yo atravieso el hondo foso que la rodea.
En esa casa seré habitado. En ella me espera el vino que me beberá.
Muy suavemente golpeo a la puerta, y espero.
                                     “Las Palabras Andantes”

domingo, 30 de octubre de 2011

Claudio Rodríguez, "Alto jornal".

                                   
                                             ALTO JORNAL                                             
                   Dichoso el que un buen día sale humilde
                   y se va por la calle, como tantos
                   días más de su vida, y no lo espera
                   y, de pronto, ¿qué es esto?, mira a lo alto
                   y ve, pone el oído al mundo y oye,
                   anda, y siente subirle entre los pasos
                   el amor de la tierra, y sigue, y abre
                   su taller verdadero, y en sus manos
                   brilla limpio su oficio, y nos lo entrega
                   de corazón porque ama, y va al trabajo
                   temblando como un niño que comulga
                   mas sin caber en el pellejo, y cuando
                   se ha dado cuenta al fin de lo sencillo
                   que ha sido todo, ya el jornal ganado,
                   vuelve a su casa alegre y siente que alguien
                   empuña su aldaba y no es en vano.

                                                           

sábado, 29 de octubre de 2011

The Sacrifice - Michael Nyman.De la película "El piano".

Juan Gelman. Fragmentos discurso entrega Premio Cervantes.

                                                           
                          Discurso de Juan Gelman.
A la poesía hoy se premia, como fuera premiada ayer y aun antes en este histórico Paraninfo donde voces muy altas resuenan todavía. Y es algo verdaderamente admirable en estos "Dürftiger Zeite", estos tiempos mezquinos, estos tiempos de penuria, como los calificaba Hólderin preguntándose "Wozu Dichter", para qué poetas. ¿Qué hubiera dicho hoy, en un mundo en el que cada tres segundos y medio un niño menor de 5 años muere de enfermedades curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos habrán fallecido desde que comencé a decir estas palabras. Pero ahí está la poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que "un agua fresca rumorea entre las ramas de los manzanos, todo el lugar sombreado por las rosas y del ramaje tembloroso el sueño descendía", Mallarmé conoció la desnudez de los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas de los objetos que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que sólo una copa sirve, Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la compunción, y tanta belleza cargada de más vida causa el temblor de todo el ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un significado muy particular en el exilio al que me condenó la dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo que yo mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para ellos, el país del que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me brindaron. Ese es un destino "que no es sino morir muchas veces", comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces y más con cada noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba la pérdida de lo amado. La dictadura militar argentina desapareció a 30.000 personas y cabe señalar que la palabra "desaparecido" es una sola, pero encierra cuatro conceptos: el secuestro de ciudadanas y ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de sus restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote me abría entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia y con placer extremo después de cruzar, no sin esfuerzo, la barrera de las imposiciones escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre, don Miguel? Conocía su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel, su Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte. Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que trazó en el prólogo de las Novelas Ejemplares: "Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada", que nada me decía, salvo la mención de sus "alegres ojos". Comprendí entonces que él era en su escritura. Me interno en ella y aún hoy creo a veces escuchar sus carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste Figura en el papel. Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.
 Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su época, que son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hólderlin nombró. Se burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás será posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó la primera novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades posteriores, de Kafka a Joyce.
Su modernidad no se limita a un singular universo literario. La más humana es un espejo en el que podemos aún mirarnos sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: "Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos".
Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido a las espadas, y que una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la aparición de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que mata, cada vez más terrible para el que muere. Pasaron al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante en su lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el dictado del testamento ante los deudos. La muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras. Y qué decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima y hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte propia. Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos Rodríguez, que el Quijote es una gran novela de amor. Del amor imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo más humano nunca visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer que no es y a una justicia para todos que no es. Son amores diferentes pero se juntan en un haz de fuego. ¿Y acaso no quisimos hacer quijotadas en alguna ocasión, ayudar a los flacos y menesterosos? ¿Luchando contra molinos de aspas de acero, que ya no de madera? ¿Despanzurrando odres de vino en vez de enfrentar a los dueños del dolor ajeno? ¿"En este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos -dice Sancho-, donde apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería"?
Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable, que no es una ley de hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a regir. "¡Iba yo a pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un hombre, fuera el que fuera!", exclama. Así habla de y con los familiares de desaparecidos bajo las dictaduras militares que devastaron nuestros países. Y los hombres no han logrado aún lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto.
 Pero volviendo a algunos párrafos atrás: hay tanto que decir de Cervantes, de este hombre tan fuera del uso de los otros. De sus neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona caminar asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo. O bachillear. Don Quijote aprueba la creación de palabras nuevas, porque "esto es enriquecer la lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y el uso". Hace unos años ciertos poetas lanzaron una advertencia en tono casi legislativo: no hay que lastimar al lenguaje, como si éste fuera río coagulado, como si los pueblos no vinieran "lastimándolo" desde que empezaron a nombrar. Cuando Lope dice "siempre mañana y nunca mañanamos" agranda el lenguaje y muestra que el castellano vive, porque sólo no cambian las lenguas que están muertas. La lengua expande el lenguaje para hablar mejor consigo misma.
Esas invenciones laten en las entrañas de la lengua y traen balbuceos y brisas de la infancia como memoria de la palabra que de afuera vino, tocó al infante en su cuna y le abrió una herida que nunca ha de cerrar. Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una victoria contra los límites del lenguaje? ¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia, no tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras aún desconocidas guardan en sus silencios? Hay millones de espacios sin nombrar y la poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía.
Esto exige que el poeta despeje en sí caminos que no recorrió antes, que desbroce las malezas de su subjetividad, que no escuche el estrépito de la palabra impuesta, que explore los mil rostros que la vivencia abre en la imaginación, que encuentre la expresión que les dé rostro en la escritura. El internarse en sí mismo del poeta es un atrevimiento que lo expone a la intemperie. Aunque bien decía Rilke:"[...] lo que finalmente nos resguarda/es nuestra desprotección". Ese atrevimiento conduce al poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es un trascender hacia sí mismo que se dirige a la verdad del corazón y a la verdad del mundo. Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir.


                                                            

miércoles, 19 de octubre de 2011



                                              
EN LA PLAZA

Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la
roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres
palpita extendido.
Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con
temeroso denuedo,
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era el serpear que se movía
como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al
agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega
completo.
Y allí fuerte se reconoce, y se crece y se lanza,
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.
Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!
                         Vicente Aleixandre, “Historia del corazón”