miércoles, 23 de noviembre de 2011

Volví a la Calle de los contadores de historias.


 Volví a la Calle de los contadores de historias
                             
                                                              “....Soy el niño
                                                   que en el pasillo oscuro oye el jadeo del jaguar,
                                                   y canta, y canta y canta para ahuyentarlo,
                                                   para que la sombra no sea”.
                                                             José Hierro, de “Cuaderno de Nueva York”

            Regresé una vez más, después de un largo y no muy satisfactorio viaje, a la calle de los contadores de historias, en busca, quizá, de consuelo y aliento y para desempolvar viejos fantasmas que este último viaje había activado de una manera inusual. Nada aparentemente había cambiado en ella, dejé atrás el callejón de Midaq, tan suspendido en el tiempo, y me sentí reconfortado al pisar una vez más el suelo empedrado de este espacio, a salvo del bullicio exterior pero con una vida propia intensísima y plena, con unas raíces que conectan con un mundo profundo del que guarda secretos muy antiguos. La puesta de sol acentuaba aún más las tonalidades rojizas de algunas casas, especialmente el horno de Sagrario y la viejísima covacha del anticuario judío Isbeil, un laberinto sin fondo donde uno podía encontrarse con el milagro del hallazgo insólito, si tenía además un poco de paciencia para capear el sortilegio de las mil historias -¿cuál más sorprendente?- con las que Isbeil encantaba a sus clientes.
            Precisamente al lado de esta tienda está la casa de Juan Goytisolo, alquimista, contador de historias, fabulador de sueños, heterodoxo, defensor a ultranza de la heterogeneidad y del aporte árabe a la cultura occidental, viajero infatigable, voz disidente de todo lo que sea pensamiento único y homogeneidad, mago de la palabra. Y –¡cuál no sería mi sorpresa!- al encontrarme en su casa con la Celestina, la vieja alcahueta que cumple ahora cien años, pero tan llena de vida como siempre, que le había encargado a Juan, recién llegado de Marraquech, donde pasaba parte del año, unas hierbas que necesitaba para un cliente suyo aquejado de una impotencia recalcitrante. Yo entré justo en el momento en que él, antes de darle satisfacción del encargo, le contaba a ella,  y ahora a mí también, su experiencia tan enriquecedora en Marraquech y, en particular, su lectura del espacio de la plaza de Xemaá-El-Fná.
            Juan estaba entusiasmado, pues frente a este mundo tan tecnificado y uniforme, tan cibernético y virtual, que tanto atrofia los poderes de la imaginación y vacía las mentes de contenidos mágicos y de valores auténticos, su vivencia en Marraquech le había abierto la gozosa impresión de que no todo estaba perdido y que había que declarar la plaza de Xemaá-El-Fná patrimonio oral de la humanidad. Es ésta, nos contaba, un espacio de vida variadísima y plena, donde lo real y lo imaginario se dan la mano, un ámbito abierto, plural, convergente, gozoso, en el que hay que entrar sin horario, dejándose llevar, arrastrar, impregnar por todo un maremágnum de olores, sensaciones, imágenes, sonidos, donde juglares, saltimbanquis, cómicos, cuentistas, curanderos, músicos y toda una gama indescriptible de personajes despliegan sus habilidades y talentos para cautivar y embelesar al que allí se adentra.
            Nos relataba lo mágico de su estancia allí y, para que sus palabras de ahora no traicionaran lo que había vivido, nos leyó este fragmento de un libro que estaba preparando –se titularía “Makbara”-: “vivir, literalmente, del cuento: de un cuento que es, ni más ni menos, el de nunca acabar: ingrávido edificio sonoro en de(con)strucción perpetua...: servir a un público siempre hambriento de historias un tema conocido: entretener su suspenso con sostenida imaginación...:los oyentes forman un semicírculo en torno al vendedor de sueños, absorben sus frases con atención hipnótica, se abandonan al espectáculo de su variada, mimética actividad...:posibilidad de contar, mentir, fabular, verter lo que se guarda en el cerebro y el vientre, el corazón, vagina, testículos: hablar y hablar a borbotones, durante horas y horas: vomitar sueños, palabras, historias hasta quedarse vacío: literatura al alcance de analfabetos, mujeres, simples, chiflados: de cuantos se han visto tradicionalmente privados de la facultad de expresar fantasías y cuitas...:oradores sin púlpito ni tribuna ni atril: poseídos de súbito frenesí: charlatanes, embaucadores, locuaces todos cuentistas”.
                        Nos quedamos maravillados dejándonos llevar por el verbo arrebatado de Juan que daba testimonio de unas gentes para quienes la palabra tenía todavía la capacidad mágica de encantar, embelesar y cautivar. Y de esto sabía mucho precisamente Celestina, maestra en muchas artes, una de ellas, y no de las menos importantes, el manejo de la palabra como instrumento para vencer y controlar voluntades mediante un derroche de mentiras y verdades, argumentos falsos, declaraciones fingidas, juegos de palabras, refranes y sentencias sacados de contexto; la palabra para ella apenas tiene secretos, experimentada contadora de historias, nada ni nadie se resiste a sus mañas y estrategias para conseguir sus fines. Pero no era el momento de enredarse en esta faceta de la vieja barbuda, ella había venido ahora a recoger el encargo de las hierbas, nos decía que estaba un poco preocupada porque no atinaba con el remedio para su cliente, ya había intentado con él las soluciones tradicionales –muchas de las cuales pasaban por fortalecer los órganos masculinos mediante una alimentación a base de órganos sexuales de ciertos animales-, como el administrar testículos de toro, asados primero, pulverizados e ingeridos después como poción. Confiaba en que las hierbas que había pedido a Juan contribuyeran a dar con la receta eficaz al caso que la ocupa. Tenía algo de prisa, se despidió de nosotros y desapareció calle abajo tras sus largas faldas.
            Nosotros decidimos hacer una visita a José Saramago, que vivía con su mujer Pilar en una casa de esta misma calle. Saramago es un hombre lúcido, crítico, de profundas convicciones, un hombre bondadoso que, como Juan, siempre ha dicho lo que pensaba y ha escrito de una manera muy personal; su mujer decía de él que escribía para hacerse amar. Sabíamos que estaba escribiendo un nuevo libro, ese era su trabajo, escribir, contar, y quisimos saber cómo le iba.
            Nos recibió Pilar que, con su ternura habitual, nos acompañó al desván donde trabajaba José. Al subir me llamó la atención un pequeño cuadro colgado de una pared que contenía el siguiente texto: “Dios es el silencio del universo y el hombre el grito que da sentido a ese silencio”. No dejó de sorprendernos que él, un ateo convencido, estuviera escribiendo un relato sobre Jesucristo, pero conociendo sus libros anteriores podríamos  casi adelantar que sería una hermosa y conmovedora historia. Yo estaba particularmente interesado por el personaje de la Magdalena y le pregunté si aparecía en su libro, él nos dijo que no sólo aparecía sino que era uno de los personajes más importantes. Nos contó que el personaje de Jesús en su vagabundeo atormentado en busca de su identidad y su verdad, arriba casualmente a Magdala y da con la prostituta María, que lo ampara, lo lava y le descubre –a él que no ha conocido hasta entonces mujer- las excelencias y goces del amor. Ella intuye pronto que él es el hombre que ha estado esperando toda su vida, y él reconoce que su encuentro con ella ha sido como un segundo nacimiento. María de Magdala abandona la prostitución, lo deja todo y se convierte en la mujer de Jesús, al que acompaña en su difícil peripecia vital, plagada de satisfacciones pero también de mucho sufrimiento y dolor, sobre todo a partir del momento en que Dios revela a Jesús lo que él tanto ansía saber: quién es y para qué lo ha elegido a él. Dios no sólo le muestra su destino, sino también lo que será de buena parte de la humanidad una vez que él, Jesús, haya muerto.
            Es mucha la carga que pesa sobre Jesús desde el momento de la revelación, una carga difícilmente soportable, y la tristeza y el abatimiento se apoderan muchas veces de él, que se encierra en sí mismo y se vuelve casi impenetrable, pero es tanto lo que María de Magdala significa para él, que le dice: “Aunque no puedas entrar, no te alejes de mí, tiéndeme siempre tu mano, aunque no puedas verme, si no lo haces me olvidaré de mi vida, o ella me olvidará”.
            El libro todavía no estaba terminado, pero lo que nos había adelantado José venía a confirmar que seguramente sería una gran historia. Convencimos a él y a su mujer para que nos acompañaran al taller-imprenta de Vicente Sabater, hoy era jueves y solíamos reunirnos allí a charlar un rato, y de paso degustar el excelente té que él sabía preparar como nadie. Vicente, hombre acogedor, desprendido, luminoso, enamorado de los libros, de las letras, humanista rescatado del Renacimiento, estaba ahora volcado en la publicación de una revista en la que él hacía prácticamente todo, también preparaba la edición, corregida y ampliada, del libro “Vuelcos”, del poeta y amigo Francisco Mollá.
            Nos acomodamos en los divanes, que seguramente habían salido de la tienda de Isbeil, también allí presente, junto a Juan Goytisolo, José Saramago y su mujer Pilar, y Jaime García, afamado miniaturista, que tenía su taller no lejos de aquí. Y justo en el momento en que Vicente nos servía su famoso té, apareció un viejo ciego guiado por un muchacho que llevaba un rabel y un cartapacio, ya los conocíamos de otras veces, frecuentaban mucho esta calle, y también sabíamos que el té no era precisamente su bebida favorita. Y después de entonarse ambos con un vaso de buen vino, fue el ciego el que empezó a contarnos la última aventura que les había ocurrido por esos caminos de dios y del diablo: “Llegando a la muy ilustre villla de Novelda, como fuera el tiempo de la recolección de la uva…” Pero esa es otra historia que ya se contará.


                                                                           Pedro Cortés Vicedo.

sábado, 19 de noviembre de 2011

LE VENT NOUS PORTERA - Noir Desir


                           El viento nos llevará
                                           Noir Desir
No tengo miedo de la ruta
habrá que ver, hace falta probarla
los meandros de la parte baja de la espalda
y todo irá bien allá
el viento nos llevará

Tu mensaje a la Osa Mayor
y la trayectoria de la carrera
una instantánea de terciopelo
incluso si no sirve para nada va
el viento se la llevará
todo desaparecerá pero
el viento nos llevará

La caricia de la metralla
y esa pena que nos tirotea
el palacio de los otros días
de ayer y de mañana
el viento los llevará

Genética en bandolera
los cromosomas en la atmósfera
taxis para las galaxias
y mi alfombra voladora dice?
El viento se la llevará
todo desaparecerá pero
el viento nos llevará

El perfume de nuestros años muertos
este que puede llamar a tu puerta
infinidad de destinos
Se pone uno y ¿qué es lo que se recuerda?
el viento se lo llevará

Mientras sube la marea
y que cada uno rehaga sus cuentas
llevo al hueco de mi sombra
los polvos de tí
el viento se los llevará
todo desaparecerá pero
el viento nos llevará.

---- letra original (francés) ----

Le vent nous portera
Noir Desir

Je n'ai pas peur de la route
Faudrait
voir, faut qu'on y goûte
Des méandres au creux des reins
Et tout ira bien là
Le vent nous portera

Ton message à la Grande Ourse
Et
la trajectoire de la course
Un
instantané de velours
Même s'il ne sert à rien va
Le vent l'emportera
Tout disparaîtra mais
Le vent nous portera

La caresse et la mitraille
Et
cette plaie qui nous tiraille
Le palais des autres jours
D'hier et demain
Le vent les portera

Génetique en bandouillère
Des chromosomes dans l'atmosphère
Des taxis pour les galaxies
Et mon tapis volant dis ?
Le vent l'emportera
Tout disparaîtra mais
Le vent nous portera

Ce parfum de nos années mortes
Ce qui peut frapper à ta porte
Infinité de destins
On en pose un et qu'est-ce qu'on en retient?
Le vent l'emportera

Pendant que la marée monte
Et que chacun refait ses comptes
J'emmène au creux de mon ombre
Des poussières de toi
Le vent les portera
Tout disparaîtra mais
Le vent nous portera.

                   

viernes, 11 de noviembre de 2011

Álvaro Cunqueiro, "Las mocedades de Ulises".


                    
                                       Álvaro Cunqueiro, “Las mocedades de Ulises”.
Este libro no es una novela. Es la posible parte de ensueños y de asombros de un largo aprendizaje -- el aprendizaje del oficio de hombre --, sin duda difícil. Son las mocedades que uno hubiera querido para sí, vagancias de libre primogénito en una tierra antigua, y acaso fatigada. Un hadith islámico cuenta que la tierra dijo a Adán, al primer hombre, cuando fue creado:
- !Oh, Adán, tú me vienes ahora que yo he perdido mi novedad y juventud!
Pero toda novedad y primavera penden del corazón del hombre, y es éste quien elige las estaciones, las ardientes amistades, las canciones, los caminos, la esposa y la sepultura, y también las soledades, los naufragios y las derrotas.
Buscar el secreto profundo de la vida es el grande, nobilísimo ocio. Permitámosle al héroe Ulises que comience a vagar no más nacer, y a regresar no más partir. Démosle fecundos días, poblados de naves, palabras, fuego y sed. Y que él nos devuelva Ítaca, y con ella el rostro de la eterna nostalgia. Todo regreso de un hombre a Ítaca es otra creación del mundo.
No busco nada con este libro, ni siquiera la veracidad última de un gesto, aun cuando conozco el poder de revelación de la imaginación. Cuento como a mí me parece que sería hermoso nacer, madurar y navegar, y digo las palabras que amo, aquellas con las que pueden fabricarse selvas, ciudades, vasos decorados, erguidas cabezas de despejada frente, inquietos potros y lunas nuevas. Pasan por estas páginas vagos transeúntes, diversos los acentos, variados los enigmas. Canto, y acaso el mundo, la vida, los hombres, su cuerpo o sombra miden, durante un breve instante, con la feble caña de mi hexámetro. 

martes, 8 de noviembre de 2011

Cerca de los diecinueve. Gabriel Ferrater.

                                                  
Cerca de los diecinueve

A doce días, Julia, de que cumplieras
los diecinueve años,
quiero apuntarte tres o cuatro dichos
(pocos más he encontrado)
que digan la verdad. Mujeres y hombres
componen todo el mundo.
Muy simple, me respondes. Mas recuerda
el mito de la cueva.
Quien sólo muro ve, fiebre de sombras,
no sentirá a su lado
el inocente tacto que le tiende
alguna ciega mano.
Mujeres y hombres. Nudos. Y lo oscuro
de una tarde muriendo.
En la cueva se puede vivir, Julia.
Mejor, si no hay recuerdos.
Pero al crecer te crece la memoria.
Mira que crezca bien.
Que no la tuerzan miedos. Que no sangre
por un injerto cruel.
No escuches a quien te hable de egoísmo:
has de saberte amar.
Y si tiemblas un día (he de decirte
que un día así vendrá),
y te ves lejos de hoy, recuerda: tuyo
es alto cuanto das.
Así ya sabrás dar sin pedir prenda,
como los buenos dan.
Y sabrás recibir, como mereces,
un don sin trueque alguno.
Ciegos, atamos, en la cueva, Julia,
fuerte el nudo del mundo.
                                      (Gabriel Ferrater)

viernes, 4 de noviembre de 2011

                                   
                                                 

                              Ventana sobre una mujer .Eduardo Galeano.

Esa mujer es una casa secreta.
En sus rincones, guarda voces y esconde fantasmas. En las noches de invierno, humea.
Quien en ella entra, dicen, nunca más sale.
Yo atravieso el hondo foso que la rodea.
En esa casa seré habitado. En ella me espera el vino que me beberá.
Muy suavemente golpeo a la puerta, y espero.
                                     “Las Palabras Andantes”