Volví a la Calle de los contadores de historias
“....Soy el niño
que en el pasillo oscuro oye el jadeo del jaguar,
y canta, y canta y canta para ahuyentarlo,
para que la sombra no sea”.
José Hierro, de “Cuaderno de
Nueva York”
Regresé
una vez más, después de un largo y no muy satisfactorio viaje, a la calle de
los contadores de historias, en busca, quizá, de consuelo y aliento y para
desempolvar viejos fantasmas que este último viaje había activado de una manera
inusual. Nada aparentemente había cambiado en ella, dejé atrás el callejón de
Midaq, tan suspendido en el tiempo, y me sentí reconfortado al pisar una vez
más el suelo empedrado de este espacio, a salvo del bullicio exterior pero con
una vida propia intensísima y plena, con unas raíces que conectan con un mundo
profundo del que guarda secretos muy antiguos. La puesta de sol acentuaba aún
más las tonalidades rojizas de algunas casas, especialmente el horno de
Sagrario y la viejísima covacha del anticuario judío Isbeil, un laberinto sin
fondo donde uno podía encontrarse con el milagro del hallazgo insólito, si
tenía además un poco de paciencia para capear el sortilegio de las mil
historias -¿cuál más sorprendente?- con las que Isbeil encantaba a sus clientes.
Precisamente
al lado de esta tienda está la casa de Juan Goytisolo, alquimista, contador de
historias, fabulador de sueños, heterodoxo, defensor a ultranza de la
heterogeneidad y del aporte árabe a la cultura occidental, viajero infatigable,
voz disidente de todo lo que sea pensamiento único y homogeneidad, mago de la
palabra. Y –¡cuál no sería mi sorpresa!- al encontrarme en su casa con la Celestina , la vieja
alcahueta que cumple ahora cien años, pero tan llena de vida como siempre, que
le había encargado a Juan, recién llegado de Marraquech, donde pasaba parte del
año, unas hierbas que necesitaba para un cliente suyo aquejado de una
impotencia recalcitrante. Yo entré justo en el momento en que él, antes de
darle satisfacción del encargo, le contaba a ella, y ahora a mí también, su experiencia tan
enriquecedora en Marraquech y, en particular, su lectura del espacio de la
plaza de Xemaá-El-Fná.
Juan
estaba entusiasmado, pues frente a este mundo tan tecnificado y uniforme, tan
cibernético y virtual, que tanto atrofia los poderes de la imaginación y vacía
las mentes de contenidos mágicos y de valores auténticos, su vivencia en
Marraquech le había abierto la gozosa impresión de que no todo estaba perdido y
que había que declarar la plaza de Xemaá-El-Fná patrimonio oral de la
humanidad. Es ésta, nos contaba, un espacio de vida variadísima y plena, donde
lo real y lo imaginario se dan la mano, un ámbito abierto, plural, convergente,
gozoso, en el que hay que entrar sin horario, dejándose llevar, arrastrar, impregnar
por todo un maremágnum de olores, sensaciones, imágenes, sonidos, donde
juglares, saltimbanquis, cómicos, cuentistas, curanderos, músicos y toda una
gama indescriptible de personajes despliegan sus habilidades y talentos para
cautivar y embelesar al que allí se adentra.
Nos
relataba lo mágico de su estancia allí y, para que sus palabras de ahora no
traicionaran lo que había vivido, nos leyó este fragmento de un libro que
estaba preparando –se titularía “Makbara”-: “vivir, literalmente, del cuento:
de un cuento que es, ni más ni menos, el de nunca acabar: ingrávido edificio
sonoro en de(con)strucción perpetua...: servir a un público siempre hambriento
de historias un tema conocido: entretener su suspenso con sostenida
imaginación...:los oyentes forman un semicírculo en torno al vendedor de
sueños, absorben sus frases con atención hipnótica, se abandonan al espectáculo
de su variada, mimética actividad...:posibilidad de contar, mentir, fabular,
verter lo que se guarda en el cerebro y el vientre, el corazón, vagina,
testículos: hablar y hablar a borbotones, durante horas y horas: vomitar
sueños, palabras, historias hasta quedarse vacío: literatura al alcance de
analfabetos, mujeres, simples, chiflados: de cuantos se han visto
tradicionalmente privados de la facultad de expresar fantasías y
cuitas...:oradores sin púlpito ni tribuna ni atril: poseídos de súbito frenesí:
charlatanes, embaucadores, locuaces todos cuentistas”.
Nos
quedamos maravillados dejándonos llevar por el verbo arrebatado de Juan que
daba testimonio de unas gentes para quienes la palabra tenía todavía la
capacidad mágica de encantar, embelesar y cautivar. Y de esto sabía mucho
precisamente Celestina, maestra en muchas artes, una de ellas, y no de las
menos importantes, el manejo de la palabra como instrumento para vencer y
controlar voluntades mediante un derroche de mentiras y verdades, argumentos
falsos, declaraciones fingidas, juegos de palabras, refranes y sentencias
sacados de contexto; la palabra para ella apenas tiene secretos, experimentada
contadora de historias, nada ni nadie se resiste a sus mañas y estrategias para
conseguir sus fines. Pero no era el momento de enredarse en esta faceta de la
vieja barbuda, ella había venido ahora a recoger el encargo de las hierbas, nos
decía que estaba un poco preocupada porque no atinaba con el remedio para su
cliente, ya había intentado con él las soluciones tradicionales –muchas de las
cuales pasaban por fortalecer los órganos masculinos mediante una alimentación
a base de órganos sexuales de ciertos animales-, como el administrar testículos
de toro, asados primero, pulverizados e ingeridos después como poción. Confiaba
en que las hierbas que había pedido a Juan contribuyeran a dar con la receta
eficaz al caso que la ocupa. Tenía algo de prisa, se despidió de nosotros y
desapareció calle abajo tras sus largas faldas.
Nosotros
decidimos hacer una visita a José Saramago, que vivía con su mujer Pilar en una
casa de esta misma calle. Saramago es un hombre lúcido, crítico, de profundas
convicciones, un hombre bondadoso que, como Juan, siempre ha dicho lo que
pensaba y ha escrito de una manera muy personal; su mujer decía de él que
escribía para hacerse amar. Sabíamos que estaba escribiendo un nuevo libro, ese
era su trabajo, escribir, contar, y quisimos saber cómo le iba.
Nos
recibió Pilar que, con su ternura habitual, nos acompañó al desván donde
trabajaba José. Al subir me llamó la atención un pequeño cuadro colgado de una
pared que contenía el siguiente texto: “Dios es el silencio del universo y el
hombre el grito que da sentido a ese silencio”. No dejó de sorprendernos que
él, un ateo convencido, estuviera escribiendo un relato sobre Jesucristo, pero
conociendo sus libros anteriores podríamos
casi adelantar que sería una hermosa y conmovedora historia. Yo estaba
particularmente interesado por el personaje de la Magdalena y le pregunté
si aparecía en su libro, él nos dijo que no sólo aparecía sino que era uno de
los personajes más importantes. Nos contó que el personaje de Jesús en su
vagabundeo atormentado en busca de su identidad y su verdad, arriba casualmente
a Magdala y da con la prostituta María, que lo ampara, lo lava y le descubre –a
él que no ha conocido hasta entonces mujer- las excelencias y goces del amor.
Ella intuye pronto que él es el hombre que ha estado esperando toda su vida, y
él reconoce que su encuentro con ella ha sido como un segundo nacimiento. María
de Magdala abandona la prostitución, lo deja todo y se convierte en la mujer de
Jesús, al que acompaña en su difícil peripecia vital, plagada de satisfacciones
pero también de mucho sufrimiento y dolor, sobre todo a partir del momento en
que Dios revela a Jesús lo que él tanto ansía saber: quién es y para qué lo ha
elegido a él. Dios no sólo le muestra su destino, sino también lo que será de
buena parte de la humanidad una vez que él, Jesús, haya muerto.
Es
mucha la carga que pesa sobre Jesús desde el momento de la revelación, una
carga difícilmente soportable, y la tristeza y el abatimiento se apoderan
muchas veces de él, que se encierra en sí mismo y se vuelve casi impenetrable,
pero es tanto lo que María de Magdala significa para él, que le dice: “Aunque
no puedas entrar, no te alejes de mí, tiéndeme siempre tu mano, aunque no
puedas verme, si no lo haces me olvidaré de mi vida, o ella me olvidará”.
El
libro todavía no estaba terminado, pero lo que nos había adelantado José venía
a confirmar que seguramente sería una gran historia. Convencimos a él y a su
mujer para que nos acompañaran al taller-imprenta de Vicente Sabater, hoy era
jueves y solíamos reunirnos allí a charlar un rato, y de paso degustar el
excelente té que él sabía preparar como nadie. Vicente, hombre acogedor,
desprendido, luminoso, enamorado de los libros, de las letras, humanista
rescatado del Renacimiento, estaba ahora volcado en la publicación de una
revista en la que él hacía prácticamente todo, también preparaba la edición,
corregida y ampliada, del libro “Vuelcos”, del poeta y amigo Francisco Mollá.
Nos
acomodamos en los divanes, que seguramente habían salido de la tienda de
Isbeil, también allí presente, junto a Juan Goytisolo, José Saramago y su mujer
Pilar, y Jaime García, afamado miniaturista, que tenía su taller no lejos de
aquí. Y justo en el momento en que Vicente nos servía su famoso té, apareció un
viejo ciego guiado por un muchacho que llevaba un rabel y un cartapacio, ya los
conocíamos de otras veces, frecuentaban mucho esta calle, y también sabíamos
que el té no era precisamente su bebida favorita. Y después de entonarse ambos
con un vaso de buen vino, fue el ciego el que empezó a contarnos la última
aventura que les había ocurrido por esos caminos de dios y del diablo: “Llegando
a la muy ilustre villla de Novelda, como fuera el tiempo de la recolección de
la uva…” Pero esa es otra historia que ya se contará.
Pedro Cortés Vicedo.
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