Epílogo
Pacto entre derrotados
“Hemos fracasado
sobre
los bancos de arena del racionalismo
demos un paso atrás y volvamos a
tocar
la
roca abrupta del misterio”.
URS VON BALTHASAR
Te hablo a vos,
y a través de vos a los chicos que me escriben o me paran por la calle, también
a los que me miran desde otras mesas en algún café, que intentan acercarse a mí
y no se atreven.
No quiero morirme
sin decirles estas palabras.
Tengo fe en
ustedes. Les he escrito hechos muy duros, durante largo tiempo no sabía si
volverles a hablar de lo está pasando en el mundo. El peligro en que nos
encontramos todos los hombres, ricos y pobres.
Esto es lo que ellos
no saben, los hombres del poder. No saben que sus hijos también están en esta
pobre situación.
No podemos
hundirnos en la depresión, porque es de alguna manera, un lujo que no
pueden darse los padres de los chiquitos que se mueren de hambre. Y no es
posible que nos encerremos cada vez con más seguridades en nuestros hogares.
Tenemos que
abrirnos al mundo. No considerar que el desastre está afuera, sino que arde
como una fogata en el propio comedor de nuestras casas. Es la vida y nuestra
tierra las que están en peligro.
Les escribo un verso
de Hölderlin:
“El fuego mismo de
los dioses día y noche nos empuja a seguir adelante. ¡Ven! Miremos los espacios
abiertos, busquemos lo que nos pertenece, por lejano que esté”.
Sí, muchachos, la
vida del mundo hay que tomarla como la tarea propia y salir a defenderla. Es
nuestra misión.
No cabe pensar que
los gobiernos se van a ocupar. Los gobiernos han olvidado, casi podría decirse
que en el mundo entero, que su fin es promover el bien común.
La solidaridad
adquiere entonces un lugar decisivo en este mundo acéfalo que excluye a los
diferentes. Cuando nos hagamos responsables del dolor del otro, nuestro
compromiso nos dará un sentido que nos colocará por encima de la fatalidad de
la historia.
Pero antes habremos
de aceptar que hemos fracasado. De lo contrario volveremos a ser arrastrados por
los profetas de la televisión,
por los que buscan la
salvación en la panacea del hiperdesarrollo. El consumo no es un sustituto
del paraíso.
La situación es muy
grave y nos afecta a todos. Pero, aun así, hay quienes se esfuerzan por no
traicionar los nobles valores. Millones de seres en el mundo sobreviven
heroicamente en la
miseria. Ellos son los mártires.
Se los ve bajando de
los trenes, de los ómnibus, después de inhumanas jornadas de trabajo, o
desolados cuando no lo consiguen. Se los ve en las mujeres gastadas a los
treinta años por los hijos y la urgencia de salir a trabajar por pagas
miserables. Se los ve en los chicos de la calle, en los ancianos que duermen en
los subtes. En todos los hombres abandonados en el sufrimiento y en su
indigencia.
Una vez le preguntaron
a Pasolini por qué se interesaba en la vida de los marginados, como el
protagonista de Mama Roma, y él respondió que lo hacía porque en ellos la vida
se conserva sagrada en su miseria.
En un archivo donde
colecciono papeles, recortes que me ayudan a vivir, tengo una fotografía del
terremoto que destruyó hace años Concepción de Chile: una pobre india, que ha
recompuesto precariamente su ranchito hecho de chapas de zinc y de cartones,
está barriendo con una vieja escoba ese pedazo de tierra apisonada delante de
su casucha. ¡Y uno se hace preguntas teológicas! ¡Cuánto más demostrativa es la
imagen de la pobre indiecita que sigue barriendo su casa y cuidando a sus
hijos! Esta clase de seres nos revelan el Absoluto que tantas veces ponemos en
duda, cumpliéndose en ellos, como dijera Hölderlin, que donde abunda el peligro
crece lo que salva.
Cada vez que hemos
estado a punto de sucumbir en la historia nos hemos salvado por la parte más
desvalida de la
humanidad. Tengamos en consideración entonces las
palabras de María Zambrano: “No se pasa de lo posible a lo real sino de lo
imposible a lo verdadero”. Muchas utopías han sido futuras realidades.
Son muchos los
motivos, me dirás, podrías decirme, para descreer de todo.
Los jóvenes como
vos, herederos de un abismo, deambulan exiliados en una tierra que no les
otorga cobijo. En este desguarnecimiento existencial y metafísico, sufren
huérfanos de cielo y
de techo. Comprendo
tu congoja, el desconcierto de pertenecer a un tiempo en que se han derrumbado
los muros, pero donde aún no se vislumbran nuevos horizontes. Falsas luminarias
pretenden cautivar tu voluntad desde las pantallas. Debes de pensar que no hay
un cambio posible cuando el valor de la existencia es menor que el precio de un
aviso publicitario. El escepticismo se ha agravado por la creciente
resignación con que asumimos la magnitud del desastre. La banalidad con que
se degradan los sentimientos más nobles, degenerando al hombre en una patética
caricatura, en un ser irreconocible en su humanidad.
Yo también tengo
muchas dudas, y en ocasiones llego a pensar si son válidos los argumentos
con que he intentado hallarle sentido a la existencia. Me
reconforta saber que Kierkegaard decía que tener fe es el coraje de sostener la duda. Yo oscilo
entre la desesperación y la esperanza, que es la que siempre prevalece,
porque si no la humanidad habría desaparecido, casi desde el comienzo, porque
tantos son los motivos para dudar de todo. Pero por la persistencia de ese
sentimiento tan profundo como disparatado, ajeno a toda lógica —¡qué
desdichado el hombre que sólo cuenta con la razón!—, nos salvamos, una y
otra vez, sobre todo por las mujeres; porque no sólo dan la vida, sino que
también son las que preservan esta enigmática especie. No en vano, en una de
las culturas cuya sabiduría es milenaria, se creía que el alma de una mujer que
moría en medio del parto era conducida al mismo cielo que el guerrero vencido
en un combate.
Por eso te hablo, con
el deseo de generar en vos no sólo la provocación sino también el
convencimiento.
Muchos cuestionan mi
fe en los jóvenes, porque los consideran destructivos o apáticos. Es natural
que en medio de la catástrofe haya quienes intenten evadirse entregándose
vertiginosamente al consumo de drogas. Un problema que los imbéciles pretenden
que sea una cuestión policial, cuando es el resultado de la profunda crisis
espiritual de nuestro tiempo.
Yo reafirmo a
diario mi confianza en ustedes. Son muchos los que en medio de la tempestad
continúan luchando, ofreciendo su tiempo y hasta su propia vida por el otro. En
las calles, en las cárceles, en las villas miseria, en los hospitales.
Mostrándonos que, en estos tiempos de triunfalismos falsos, la verdadera
resistencia es la que combate por
valores que se
consideran perdidos.
Durante mi viaje a
Albania, conocí a un muchacho llamado Walter, que había dejado su casa en la
provincia de Tucumán, para ir a cuidar enfermos junto a la congregación de
Teresa de Calcuta. Con cuánta emoción lo recuerdo. Siempre que veo las
terribles noticias que nos llegan desde aquel entrañable país, me pregunto
dónde estará, si acaso leerá estas palabras de reconocimiento a su noble
heroísmo.
Son millones los que
están resistiendo, vos mismo lo podés comprobar cuando ves a esos hombres y
mujeres que se levantan a altas horas de la madrugada y salen a buscar un
empleo, trabajando en lo que pueden para alimentar a sus hijos y mantener
honradamente al hogar, por modesto que sea. ¿Te detuviste a pensar cuántos en
todo el país comparten esta hambre por la dignidad y la justicia?
Miles de personas,
a pesar de las derrotas y los fracasos, continúan manifestándose, llenando las
plazas, decididos a liberar a la verdad de su largo confinamiento. En
todas partes hay señales de que la gente comienza a gritar: “¡Basta!”. Lo
mismo ocurre con el movimiento zapatista en México, y con todos los movimientos
que nos advierten del peligro que corre el futuro del planeta.
Hay que recordar que
hubo alguien que derribó al imperio más poderoso del mundo con una cabra y una
rueca simbólica. Una salida posible es promover una insurrección a la manera de
Gandhi, con muchachos como vos. Una rebelión de brazos caídos que derrumbe este
modo de vivir donde los bancos han reemplazado a los templos.
Esta rebelión no
justifica de ningún modo que permanezcas en una torre, indiferente a lo que
pasa a tu lado. Gandhi advirtió que es una mentira pretender ser no violento y
permanecer pasivo ante las injusticias sociales. Por el contrario, creo que es
desde una actitud anarcocristiana que habremos de encaminar la vida.
Ya no quedan locos,
se murió aquel manchego, aquel estrafalario fantasma en el desierto. Todo el
mundo está cuerdo, terrible, monstruosamente cuerdo.
Esa locura cuya
ausencia León Felipe lamenta, es un acto similar a la del estoico Guevara,
cuando abandonó todas las comodidades y partió hacia una lucha insensata en la
selva boliviana, enfermo de asma, ya sin remedios para su mal; para terminar
asesinado por despiadados y repugnantes bichos. ¿Qué importa si se equivocaba
con el materialismo dialéctico? Eso mismo prueba su inocencia, su autenticidad.
Luchaba por aquel Hombre Nuevo que hoy nos urge
rescatar de los
escombros de la historia.
En su carta final les dice a los padres: “Queridos viejos,
otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino
con mi adarga al brazo”; y entonces sale en busca de lo que Rilke llamaría su
muerte propia. Esa es su grandeza, que algunos considerarán su chiquilinada, su
tontería; pero estos gestos de heroísmo demencial son los que nos rescatan de
tanta iniquidad, porque no se puede vivir sin héroes, santos ni mártires. Como
esos estudiantes que en la plaza de Tian-An-Men, en una horrible masacre,
murieron al imponerse ante el implacable acero de los tanques. Son ellos los
que nos indican los caminos por los que la vida puede renacer.
Vivimos un tiempo en
que el porvenir parece dilapidado. Pero si el peligro se ha vuelto nuestro
destino común, debemos responder ante quienes reclaman nuestro cuidado.
Hace poco he visto
por televisión a una mujer que sonreía con inmenso y modesto amor. Me conmovió
la ternura de esa madre de Corrientes o del Paraguay, que lagrimeaba de
felicidad junto a sus trillizos que acababan de nacer en un mísero hospital,
sin abatirse al pensar que a éstos, como a sus otros hijos, los esperaba el
desamparo de una villa miseria, inundada en ese momento por las aguas del
Paraná. ¿No será Dios que se manifiesta en esas madres?
¿Por qué tendría que
manifestarse sólo en poetas como Juan de la Cruz o en las sagradas pinturas de
Rouault?
Si toda resistencia
parece absurda cuando se presiente el fin, ¿por qué no detenernos a meditar en
estos santos? ¿Acaso no son una muestra de que algo existe del otro lado del
absurdo?
No sabemos si al
final del camino, la vida aguarda como un mendigo que nos extenderá la mano.
Esta fe demencial, o
milagrosa, se debe precisamente, a que hemos llegado a tocar fondo. Es
necesario preservar los lugares que existen hasta en los suburbios de las
grandes ciudades, donde aún se conservan los atributos del hombre concreto de
carne y hueso.
Cuando el mundo
hiperdesarrollado se venga abajo, con todos sus siderántropos y su tecnología,
en las tierras del exilio se rescatará al hombre de su unidad perdida. Y quizá,
cuando despertemos de esta siniestra pesadilla, cuando un vacío de humanidad
nos duela en el pecho, entonces recordaremos que alguna vez fuimos aquello que
dijo Rene Char: “Seres del salto, no del festín, su epílogo”.
Me hablas de tu
agitación, de una especie de temblor que te sobrecogió y aún perdura, luego de
nuestra conversación en aquel café al oírme decir estas palabras.
Debes perdonarme; a
pesar de los años, no puedo evitar ser desmesurado en lo que considero
fundamental.
Por otro lado, ¡hay
temblores que son tan importantes! Porque anteceden a esa clase de decisiones
que sacuden los cimientos de nuestra existencia y, aunque generen
incomprensión, terminan repercutiendo en el destino de los demás. Los grandes
creadores realizan sus obras bajo tensiones similares. Sólo lo que se hace
apasionadamente merece nuestro afán, lo demás no vale la pena.
También yo quise huir
del mundo. Ustedes me lo impidieron, con sus cartas, con sus palabras por las
calles, con su desamparo.
Les propongo
entonces, con la gravedad de las palabras finales de la vida, que nos abracemos
en un compromiso: salgamos a los espacios abiertos, arriesguémonos por el otro,
esperemos, con quien extiende sus brazos, que una nueva ola de la historia nos
levante. Quizá ya lo está haciendo, de un modo silencioso y subterráneo,
como los brotes que laten bajo las tierras del invierno.
Algo por lo que
todavía vale la pena sufrir y morir, una comunión entre hombres, aquel pacto
entre derrotados. Una sola torre, sí, pero refulgente e indestructible.
En tiempos oscuros
nos ayudan quienes han sabido andar en la noche. Lean las cartas que Miguel Hernández envió desde la
cárcel donde finalmente encontró la muerte:
“Volveremos a brindar
por todo lo que se pierde y se encuentra: la libertad, las cadenas, la alegría
y ese cariño oculto que nos arrastra a buscarnos a través de toda la tierra”.
Piensen siempre en la
nobleza de estos hombres que redimen a la humanidad. A través
de su muerte nos entregan el valor supremo de la vida, mostrándonos que el
obstáculo no impide la historia, nos recuerdan que el hombre sólo cabe en la
utopía.
Sólo quienes sean
capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el de
recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido.
Ernesto Sábato, “Antes del fin”.
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