lunes, 22 de abril de 2013

LAS VOCES BAJAS, MANUEL RIVAS.


“A Zapateira”, en aquel entonces, era un gran espacio de misterio, una tierra de nadie poblada para nosotros por los seres de la imaginación, que a veces nos visitaban en forma de zorros, conejos, martas, serpientes, búhos o lechuzas. Era también el primer lugar donde el cuco cucaba. No existía todavía ninguna carretera ni club de golf. Hasta que los hicieron, la carretera y el campo de golf. Y los veranos subía la comitiva motorizada de Franco. Todo el monte escudriñado por cientos de guardias. De repente, se ponían firmes en sus puestos de vigía. Pasaba el zumbido acorazado del Caudillo. Las compactas carrocerías negras, como catafalcos rodantes, con los vidrios ahumados. En aquel convoy de veranos, nunca distinguimos ningún rostro. Con los años, se extendió la ocupación catastral y fue desapareciendo del monte la salvaje compañía. Quedaba el cielo. La imaginación de las nubes. El viento zarandeando a los cuervos. Los cuervos burlándose del viento.

                    

Ahora estamos con la profesora Luz Pozo en el instituto. Entra con Luz una estela erótica en el aula, que tiene como sello especial el producir más calma que excitación. Eros, bien guiado, se posaba en la materia de estudio…Pero una cosa es hablar de literatura y otra muy diferente oír la boca de la literatura. Y eso fue lo que oí, con toda nitidez, cuando Luz Pozo relataba lo que estaba sucediendo, justo en ese momento, en la huerta de Ítaca, cuando la memoria se fundía en el manuscrito de la tierra…porque Ulises convence al ciego e incrédulo Laertes de que en verdad es su hijo cuando es capaz de recordar los árboles que el padre le había nombrado en la infancia en la huerta de Ítaca…higueras, manzanos, perales, vides.

         

Darle tiempo a lo sagrado. Es el tiempo de llegar a lo excéntrico. Cuando escribo, voy a pie. Decidido, contento,  de vez en cuando una cereza. Hasta que las piernas tiemblan porque allá en el fondo se ve el muro. Y el agujero en el muro.


         

                                                                             Fotografía: Dariusz Klimczak.


El faro.
Era la luz de un ser vivo. Despertaba en el crepúsculo, como un murmullo luminoso, y vivía de noche….El faro de Hércules, el faro de Breogán, daba luz y al tiempo tenías la sensación de que guardaba el envés de todo lo que lamía…las sombras, los secretos, los sueños. Tal vez todavía los guarda. Debajo del faro, en un osario de la luz. Las intermitencias, las aspas luminosas, recorrían los tejados, entraban por las láminas de las persianas, destellos pasajeros que guillotinaban el techo, pero que luego hacían más oscura la oscuridad. La linterna del faro cosía lo de fuera y lo de dentro, la vigilia y el sueño. El mar infinito y las habitaciones angostas.

          

          En la foto, faro Torre de Hércules. Autor: Santiago Rodríguez.

Mi madre era muy callada porque hablaba sola. Y no daba molestias. Cuando no trabajaba, se encerraba en el desván de la Casa Grande a leer vidas de santos y santas. Se metía en aquella cámara oscura y busca una lanza de luz en las tejas para su felicidad clandestina, la literatura de las vidas extremas, radicales, locas, extraordinarias. Ser serían santos y santas, pero lo que ella leía, o por cómo lo leía, eran en vida mujeres hechiceras, raras, y hombres excéntricos, con viento en las ramas.


No sabemos bien lo que la literatura es, pero sí que detectamos la boca de la literatura. En los libros, en la vida. Esa boca raramente avisa antes de abrirse. Tiene la forma de un rumor. De un murmullo. Incluso puede estar cerrada, herida, y sentir cómo en ella enjambran excitadas las palabras. Puede ser una boca tuerta, pintada, voluptuosa, deshidratada. Puede ser escandalosa, incontinente, enigmática, malhablada, balbuciente. Lo que no puede querer es dominar. Es una boca siempre excéntrica. Sola o en grupo, habla sola. Su movimiento interior es el de la danza en la que los cuerpos se contraen y extienden, al tiempo que giran. La boca murmura el poema de Rosalía: 
          “¡De aquellos puntos     
          que hacen ahora
          de afuera adentro
          de adentro afuera!”

         

Pensé en la ironía transgresora que no se despide nunca, que traspasa los velatorios, que intenta acompañar incluso en el Más Allá, cuando leí en la tapia de un cementerio de la costa una pintada en brea que dice de los muertos: “¡FURTIVOS!”
¿O sería un grafito de los muertos a los vivos?

          

Yo saber sabía que mi hermana tenía una relación especial con las palabras. Recolectaba palabras y las llevaba todas para casa. Se ve por la separación de los dientes, en las primeras fotografías, que lleva la boca llena de palabras. Debía de ser una cosa de familia. Mi madre también era verbívora. Hablaba sola de una manera que nos fascinaba, sin ser ella consciente, incluso sin saber que la oíamos…Fuera lo que fuese, era algo extraño, hechizante, sí, pero también perturbador. Era la boca de la literatura, sin avisar.



          Manuel Rivas, de “Las voces bajas”.









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