“A Zapateira”, en aquel entonces, era un
gran espacio de misterio, una tierra de nadie poblada para nosotros por los
seres de la imaginación, que a veces nos visitaban en forma de zorros, conejos,
martas, serpientes, búhos o lechuzas. Era también el primer lugar donde el cuco
cucaba. No existía todavía ninguna carretera ni club de golf. Hasta que los
hicieron, la carretera y el campo de golf. Y los veranos subía la comitiva
motorizada de Franco. Todo el monte escudriñado por cientos de guardias. De
repente, se ponían firmes en sus puestos de vigía. Pasaba el zumbido acorazado
del Caudillo. Las compactas carrocerías negras, como catafalcos rodantes, con
los vidrios ahumados. En aquel convoy de veranos, nunca distinguimos ningún
rostro. Con los años, se extendió la ocupación catastral y fue desapareciendo
del monte la salvaje compañía. Quedaba el cielo. La imaginación de las nubes.
El viento zarandeando a los cuervos. Los cuervos burlándose del viento.
Ahora estamos con la profesora Luz Pozo
en el instituto. Entra con Luz una estela erótica en el aula, que tiene como
sello especial el producir más calma que excitación. Eros, bien guiado, se
posaba en la materia de estudio…Pero una cosa es hablar de literatura y otra
muy diferente oír la boca de la literatura. Y eso fue lo que oí, con toda
nitidez, cuando Luz Pozo relataba lo que estaba sucediendo, justo en ese
momento, en la huerta de Ítaca, cuando la memoria se fundía en el manuscrito de
la tierra…porque Ulises convence al ciego e incrédulo Laertes de que en verdad
es su hijo cuando es capaz de recordar los árboles que el padre le había
nombrado en la infancia en la huerta de Ítaca…higueras, manzanos, perales,
vides.
Darle tiempo a lo sagrado. Es el tiempo
de llegar a lo excéntrico. Cuando escribo, voy a pie. Decidido, contento, de vez en cuando una cereza. Hasta que las
piernas tiemblan porque allá en el fondo se ve el muro. Y el agujero en el
muro.
Fotografía:
Dariusz Klimczak.
El faro.
Era la luz de un ser vivo. Despertaba en
el crepúsculo, como un murmullo luminoso, y vivía de noche….El faro de
Hércules, el faro de Breogán, daba luz y al tiempo tenías la sensación de que
guardaba el envés de todo lo que lamía…las sombras, los secretos, los sueños.
Tal vez todavía los guarda. Debajo del faro, en un osario de la luz. Las intermitencias,
las aspas luminosas, recorrían los tejados, entraban por las láminas de las
persianas, destellos pasajeros que guillotinaban el techo, pero que luego
hacían más oscura la
oscuridad. La linterna del faro cosía lo de fuera y lo de
dentro, la vigilia y el sueño. El mar infinito y las habitaciones angostas.
En
la foto, faro Torre de Hércules. Autor: Santiago Rodríguez.
Mi madre era muy callada porque hablaba
sola. Y no daba molestias. Cuando no trabajaba, se encerraba en el desván de la Casa Grande a leer
vidas de santos y santas. Se metía en aquella cámara oscura y busca una lanza
de luz en las tejas para su felicidad clandestina, la literatura de las vidas
extremas, radicales, locas, extraordinarias. Ser serían santos y santas, pero
lo que ella leía, o por cómo lo leía, eran en vida mujeres hechiceras, raras, y
hombres excéntricos, con viento en las ramas.
No sabemos bien lo que la literatura es,
pero sí que detectamos la boca de la literatura. En los libros, en la vida. Esa boca raramente
avisa antes de abrirse. Tiene la forma de un rumor. De un murmullo. Incluso
puede estar cerrada, herida, y sentir cómo en ella enjambran excitadas las
palabras. Puede ser una boca tuerta, pintada, voluptuosa, deshidratada. Puede
ser escandalosa, incontinente, enigmática, malhablada, balbuciente. Lo que no
puede querer es dominar. Es una boca siempre excéntrica. Sola o en grupo, habla
sola. Su movimiento interior es el de la danza en la que los cuerpos se
contraen y extienden, al tiempo que giran. La boca murmura el poema de
Rosalía:
“¡De
aquellos puntos
que
hacen ahora
de
afuera adentro
de
adentro afuera!”
Pensé en la ironía transgresora que no
se despide nunca, que traspasa los velatorios, que intenta acompañar incluso en
el Más Allá, cuando leí en la tapia de un cementerio de la costa una pintada en
brea que dice de los muertos: “¡FURTIVOS!”
¿O sería un grafito de los muertos a los
vivos?
Yo saber sabía que mi hermana tenía una
relación especial con las palabras. Recolectaba palabras y las llevaba todas
para casa. Se ve por la separación de los dientes, en las primeras fotografías,
que lleva la boca llena de palabras. Debía de ser una cosa de familia. Mi madre
también era verbívora. Hablaba sola de una manera que nos fascinaba, sin ser
ella consciente, incluso sin saber que la oíamos…Fuera lo que fuese, era algo
extraño, hechizante, sí, pero también perturbador. Era la boca de la literatura,
sin avisar.
Manuel
Rivas, de “Las voces bajas”.
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