ABDEL, EL DE LOS
BARCOS
Le
llaman el de los barcos, aunque vive en el desierto.
Sentado
a la puerta de su jaima, con un té en la mano, Abdel cuenta su historia a todo
el que quiera escucharla.
Siendo
muy joven, sus padres le enviaron al extranjero a hacer sus estudios
universitarios. Cuando regresó, Abdel era ingeniero naval, pero su país había
perdido el mar. Se lo quedó Marruecos, aprovechando la salida de España de su
colonia, que confinó al pueblo saharaui al interior del desierto.
Desde
entonces todos le llaman Abdel el de los barcos, porque sabe cómo hacerlos,
pero vive en el desierto.
Sentado
a la puerta de su jaima, con un té en la mano, Abdel entorna a veces sus ojos y
en el horizonte infinito de arena, entre las dunas, ve alejarse la silueta de
los barcos que nunca hizo, sus bodegas llenas de los sueños no cumplidos de su
pueblo.
Fotografía: Rui Pires.
El
Presidente quiso tener a su pueblo cerca, por eso mandó a sus tropas a
reclutarlo
De
las clases más bajas le trajeron a un varón, a un loco, a un pocero, a un
anciano y a un niño. Colectaron también a un sano y a un ciego, a un rico y a
un pobre, a un cojo y a un justo. Y a una santa y una puta; y a un valiente y a un miedoso, que
al poco murió de miedo. Pensó entonces el Presidente que su muestra estaría
incompleta sin el alma indescifrable de los artistas. No bien lo pensó
prendieron a un pintor, a una musa, a un poeta. Y a uno bajo y a otro alto, y a
un triste y a un despreocupado; a uno que lloraba, a otro que una vez dudó, a
una mujer fea y a otra bella, a un inquieto, a un tranquilo, a un atleta.
A
todos los encerraron en el Palacio de Gobierno, donde el Presidente, cerca al
fin de sus súbditos, estudiaría sus reacciones, les hablaría, quizá les
comprendería y, al comprenderles, podría gobernar mejor.
En
definitiva, les amaría. Y amándoles a ellos, calculaba, amaría a su pueblo
entero.
Pero los malditos no lo entendieron.
Trataron de escapar. Protestaron, lloraron, se revolvieron; enarbolaron palos y
revoluciones, organizaron sangrientas revueltas, anunciaron huelgas de hambre y
tejieron disturbios, que fueron reprimidos con la violencia diáfana del
despecho.
Entristecido, el Presidente terminó por
matarlos a todos, sin comprender que, ahora sí, al matarlos mataba a su pueblo
entero.
Fotografía: Rafael
Navarro.
Juntos
fundamos un país al norte, al que llamamos Nuestro. En él fuimos los reyes y
los súbditos, abolimos la noche y el miedo, decretamos la risa y el juego.
Declaramos prohibidos los lunes y las estatuas ecuestres, derogamos los
paraguas, se rindió culto al postre. Pusimos a nuestro nombre las nubes, las
tormentas de verano y el roce perfecto de las sábanas limpias.
Nadie
podía madrugar en Nuestro. La población permanecía en la cama hasta bien
entrado el día.
Entonces
llegaron los otros. Aparecieron de noche, sin aviso ni delicadeza. Se quedaron
con nuestro país, y lo llamaron Suyo.
Soy,
desde entonces, un pueblo errante.
Fotografía: Masao Yamamoto.
Le
gustaban las cosas pequeñas. Le enseñaban el bosque, pero ella se detenía en la
brizna de hierba pequeña, a sus pies. Del mar, formidable, le interesó más que
nada el abanico de espuma blanca que dejaba la marea en retirada entre sus
piernas. De la montaña, la senda como cordel en zigzag que le llevó hasta ella.
Ante
los elefantes, en el zoológico, no pudo apartar la mirada de la hormiga que
trepaba desafiante por la pernera de su pantalón rosa. De la bicicleta roja y
reluciente que le regalaron le gustó el timbre, que hizo sonar sin descanso.
Le
mostraron un atardecer hermoso, recortable portentoso de nubes doradas: le
fascinó el reflejo en sus zapatos.
Del
amor de su madre supo ver los motivos.
Y
en los ojos de él, lo que una vez vio en ella.
Lo
que hacía de ella una mujer atractiva era la marea creciente de su conversación
y la arrogante disposición de sus huesos, siempre en pugna con su piel.
Lo
que hacía de ella una mujer atractiva era su bendito peligro sin advertencias:
epicentro y réplica de mi terremoto, curva de montaña sin señalizar. Su corazón
era un paso a nivel sin barreras.
Lo
que hacía de ella una mujer atractiva era que tenía una locomotora a punto de
descarrilar en los ojos y un mar sereno en las manos. Que bailaba al caminar y,
al soñar, dormía.
Pero
lo más importante, lo que por encima de cualquier otra cosa hacía de ella una
mujer atractiva, era que guardaba un extraordinario parecido consigo misma.
Fotografía: Cristina García Rodero.
Los
que caminan despacio no vienen ni van, no huyen ni persiguen. Su huella es más
profunda, y son fáciles de hallar, de dar alcance. Los que caminan despacio
compiten sólo con el tiempo, y hacen la digestión lenta del camino con los
pies, del paisaje con los ojos.
Como
los viejos, que no es que no sepan a dónde van: es que no quieren llegar.
Fotografía: Masao Yamamoto.
Como
los viejos, que no es que no sepan a dónde van: es que no quieren llegar.
Fotografía: Claudia Guadarrama.
Se
decía en los cafés, en las plazas, en los mercados: las palabras están
muriendo.
Murió
Eucalipto, murió Colectivo, murió Paraguas, tan querida por todos. Murió
Curioso y murió Rebelión. Murió Ditirambo, pero a pocos les importó, porque
pocos la conocían. Agonía tuvo una muerte coherente, larga y dolorosa. Al
entierro de Pan acudieron millones en masa.
Caían
por docenas, contagiadas.
Alarmadas,
las autoridades racionaron las palabras. Cada ciudadano podrá utiliza treinta
al mes. Se persiguieron las perífrasis y los circunloquios, se declararon
proscritos los rodeos: el lenguaje se volvió exacto, los oradores, cirujanos.
Los locuaces fueron encarcelados y puestos a disposición de los jueces en
vistas que nunca más volvieron a ser orales. Incomunicaron a los charlatanes y
los mudos se erigieron al fin en modelos sociales, pero lo celebraron en
silencio.
Se
pusieron de moda las medias palabras. Los enamorados aprendieron a decírselo
todo con la mirada, los amantes, con las manos.
Lingüistas,
académicos y semiólogos trataron de explicar el origen de la epidemia, pero no
encontraron las palabras. Las autoridades pusieron protección a algunas de
ellas en virtud de su relevancia: Democracia, Quiniela y Sistema Financiero
serían escoltadas en todo momento desde sus domicilios hasta las frases donde a
diario se ocupan.
Y
el lenguaje se llenó de ausencias. Los diccionarios se convirtieron en
cementerios: morgues de papel alfabéticamente ordenadas, necrológicas
encuadernadas de la A a la Z.
En
secreto, los enamorados guardaron diez, doce palabras, para decírselas en el
momento exacto.
También
los poetas hicieron provisión. En un sótano húmedo, sin ventanas, amontonaron
trescientas palabras. Se sabe que entre ellas estaba Mañana, estaba Mantel,
estaba Esperanza. Y se sabe también que, apostados sobre ellas con sus rifles,
se aprestaron a defenderlas con la vida.
En la foto, Fernando León de Aranoa,
retratado por Oscar Fernández Orengo.
Sorprende
cómo algunas cosas, en apariencia simples, pueden adquirir tantos matices.
El
silencio, por ejemplo.
…El
silencio del hablador vale doble, y el silencio de los mudos es muy distinto al
silencio de los tímidos: el primero es un silencio impuesto, pero en el segundo
hay siempre una flor a punto de brotar.
…Hay
silencios acusadores, silencios unánimes y silencios cómplices. Hay silencios
terribles, como el que sucede en la noche a los gritos de auxilio. Pero de
todos, quizá mi favorito sea el silencio de los cuentos, ese que llega siempre,
de manera inexorable, tras su última palabra.
¿Y
si fueran los libros los que eligen a los lectores, y no al revés?
…Quizá
juzgan a los compradores por su ropa, por el tono monocorde de su voz, por su
mirada inquieta; les juzgan por los libros que han tomado de otros estantes.
…Los
libros detestan ser tomados por los indecisos, expertos lectores de
contraportadas…Prefieren a los lectores críticos, que leerán sus líneas, pero
sabrán hacerlo también entre ellas…
Las
novelas policíacas eligen lectores sagaces con los que medirse. Los libros
inteligentes buscan lectores inteligentes; los libros grandes, lectores con
antebrazos fuertes…Los panfletos buscan a los convencidos, los diccionarios a
los iletrados los best sellers a los best buyers.
Pero
todos, sin excepción, se van felices una tarde de sábado con ese que mira
nervioso a los lados y, aprovechando un descuido del dependiente, los desliza
en su mochila abierta, porque con él se saben deseados.
Le
gusta subirse al tobogán, pero no se tira. Sube los peldaños con la dificultad
de sus pocos años, se sienta y mira a su alrededor, circunspecta. A su espalda
se desespera un monumental atasco de niños: gritan, lloran, se empujan. Ella no
se mueve. Sus manitas se agarran al pequeño pasamanos de metal descolorido. Y
observa.
Tiene
miedo, diagnostica experta una madre a mi lado. Los niños la empujan: dale,
¿por qué no te tiras?
Pero
ella parece ausente, mira sólo. Piensa.
Le
gusta observar las cosas desde allí arriba.
Fernando León de Aranoa ,“Aquí yacen dragones”
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