En Porto Valtravaglia el curso escolar
acaba de empezar. En este pueblo, tabernas, tascas, bares y hoteles no cerraban
jamás sus puertas….
Pero entre toda la caterva de
estrambóticos parroquianos, los personajes que merecían mayor atención y
respeto eran sin duda los Cuentacuentos y lo fabuladores.
Los fabuladores eran la gloria y el
orgullo de mi nuevo pueblo. Los encontrabas en las tabernas, delante de la
iglesia, en el embarcadero, en los muelles del puerto. Solían contar sucesos
ocurridos hace siglos y siglos…pero era pura picaresca, pues tomaban prestadas
historias míticas para tratar la realidad cotidiana y los acontecimientos de la
crónica más reciente, empleando los recursos de la sátira y lo grotesco.
…La figura del diferente, del
imprevisible, del ilógico siempre me ha fascinado; pero lo que más me implicaba
era lograr apoderarme de la técnica de contar.
Los
árboles frutales habían disparado chorros de flores. Mi abuelo disfrutaba en
silencio de mi asombro, luego me sopló, casi como un apuntador. “¡No mires sólo
con los ojos, mira también con la nariz!”
“¿Que
mire con la nariz?”
“¡Sí,
huele, escucha los olores y los perfumes!”
“Cuántas
cosas sabes, abuelo…”
“Sólo
soy un curioso tremendo, que no se conforma fácilmente con las nociones que te
propinan tanto los libros como los profesores. Verás, para las pantas, las
patatas, las flores o los tomates el discurso es el mismo: si a una manzana la
pica un insecto cabrón o la infecta un virus, en seguida reacciona cambiando de
olor, antes incluso que de aspecto. Es una señal que te ofrece gratis. Lo mismo
pasa con un hombre o una mujer: su buen aroma te avisa no sólo de su buena
salud, sino incluso de su humor”.
“¿Y
todos se dan cuenta? ¿Sólo con olfatear?”
“No,
lamentablemente…hemos perdido el olfato…¡nos hemos quedado castrados de este
sentido fundamental!”
Yo
estaba consternado: “¡Qué desastre! ¿Y ya no se puede hacer nada?”
“Bueno…ejercitándose
con algo de método, y sobre todo mucha constancia, se puede remediar.”
“¿Ejercicios
de olfateo?”
“Sí,
precisamente: entrenarse en husmearlo todo…¡Verás cómo adquieres una buena
cultura!”
Sí, lo reconozco: ¡a mí las mujeres,
desde que vine al mundo, me gustan a rabiar! Si además se trataba de una mujer
luminosa como Bedeliá, con ese aroma a flores y fruta que despedía su
piel…¡Dios, qué alucine! Entre sus brazos yo la olía con la glotonería de un
drogado.
También mi madre era hermosa y fresca,
como o más que Bedeliá…¡si me parió con sólo diecinueve años! Mi madre está por
encima de cualquier comparación…con el perfume de mi madre se me hacía la boca
agua, en sus brazos no hacía viento ni calor. Su calidez disolvía cualquier
temor: ¡realmente me encontraba en el vientre del universo!
Transcurrido el invierno, volví a
visitar al abuelo. Estaba ya casi del todo ciego, pero vivía su condición con
una autoironía impresionante…
Cuando se quedaba en casa nunca estaba
solo; venían campesinos a pedirle consejos…Era verdad que no veía, pero tal y
como me enseñó de niño, el tacto y el olfato eran medios infalibles para
juzgar.
…Yo escuchaba apartado, fascinado por
cómo el abuelo lograba expresar con tanta sencillez conceptos tan importantes
sobre la naturaleza, y me venía a la mente esa máxima genial de Montesquieu que
dice: “Los eruditos pedantes son los que con términos extravagantes logran
comunicar la nada más absoluta”. Mi abuelo era justo lo contrario.
Y todos los viernes llegaba puntual el
párroco de Torreberetti. Él y el cura se sentaban bajo la pérgola de glicinas y
conversaban siempre más bien animados. Una vez oí al abuelo gritar: “Lo que
pasa es que vosotros, queridos católicos apostólicos romanos, para sobrevivir
necesitáis todos los santos ritos de la religión, empezando por la confesión
que os libera toda culpa: un poco de arrepentimiento, y en paz. Los ateos,
por el contrario, no podemos recurrir a ningún santo. Para nuestras culpas sólo
tenemos que dirigirnos a nuestra conciencia. Y si entramos en crisis sólo
queremos cuentas con la razón”.
Después, mientras saludaba con gestos de
la mano al párroco que se iba alejando, comentaba: “Tengo que tomarme con más
calma el provocarle demasiado. Lo mismo cualquier día tiene una crisis y tira
el hábito y se hace ateo también. ¡Y a mí me toca ocupar su puesto en la
parroquia!
Tres años más tarde el abuelo murió…El
profesor de Alessandria se encargó de decir unas palabras sobre la tumba del
abuelo.
Una frase ha permanecido viva en mi
memoria: “Cuando muere un campesino que sabe de su tierra y de la historia de
los hombres que la trabajan, cuando muere un sabio que sabe leer la luna y el
sol, los vientos y el vuelo de las aves,
como sabía el Bristín, no es sólo un hombre el que muere: ¡es una biblioteca entera
la que se quema!
Dario
Fo, “El país de los cuentacuentos”
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